La cárcel del estilo
Asociamos lo temporal con lo sempiterno. Preferimos que haya
una estabilidad perpetua de lo que ya conocemos. Cambiar de idea parece una
infidelidad a los principios, o desarrollar y mutar a otro estilo es pérdida de
identidad. La etapa azul de Picasso, para el que lo tenga en el concepto del
Guernika, es difícil de prever. Los primeros años de Balthus nada tienen que
ver con los de después. E incluso Dalí en sus inicios tenía más instinto de
Julio Romero de Torres que del surrealismo. En el caso de Tápies, mejor estarse
quietos. Y es así cómo nos casamos hasta la muerte con algo que para bien o
para mal surge y se trabaja. El reconocimiento es un garrote vil que aprieta y más aprieta cuanto más uno se mueva. Como si los
procesos evolutivos no tuvieran cabida en esta gesta de perdurar en el mismo
punto eternamente. Si Federico García Lorca se hubiera quedado en sus primeros
poemas, en las canciones gallegas y en las descripciones de paisajes, la única
famosa casa de Alba sería un ducado. No damos crédito a que se bifurquen los
caminos, a que se disparen las oportunidades. Todo centrado, todo quieto. La
pala de un fosor prensa la tierra mullida de nuestros logros, para que no sigan
su camino. El reconocimiento es estático.
Ahora que hay alas, ahora que se puede volar. Ahora, que la
libertad escudriñada parece ser respetada, es cuando se hacen los caminos del
andar. Ante la protesta no tan recóndita de los mismos perros que ladraron al
Quijote cuando se lanzó a hacer paz en las Castillas. La laboriosa hazaña que
supone enderezar un estilo, conseguir el aplauso ajeno y perfeccionar la
técnica con la que uno por algún momento, y bajo alguna intuición, está
convencido, tanto oro y tanta mirra, se vuelve un agujero de difícil salida.
Sólo queda, como muchos hicieron, abandonarlo todo, olvidarse de uno mismo y
seguir con la esperanza. La libertad y el cambio han sido asestados en
constantes dagas por los impertérritos.
Allá en el Alcázar, si acaso en su imaginería brotara la
imaginación y dejara al tieso del rey, luego pachón, y al jaquetón del
conde-duque aparcados en el lienzo; si por un momento don Diego hubiera
esquivado la realidad y buscara tocar en hueso su grandeza, por sí plena e
incuestionable, lo habrían sentado a la postre de la Trinidad coronada que le
brotaba el alma. El arte es un río digno de mitología, en cuyas aguas todos se
reflejan. Si después de Italia, el asombro que llamó a Vulcano a parar la Fragua pudiera haberse
sentido con algo distinto, con algo ajeno a todo esto, hasta los borrachos,
consternados, habrían valido de testigos a ese cambio. El pintor sufrió, en su
gallarda vagueza, la cárcel del estilo. De pactar, como en las Lanzas, una luz
buscada por los siglos de los siglos, que la misma baña a las Meninas como a las
hilanderas. En cambio, es la humanidad y humildad del sevillano el que con sus
pinceles inspirados a bien inmortaliza a la corte y sus vasallos. Si hubiera ido más allá de la Venús. Si hubiera superado el trazado desde Caravaggio. Si hubiera apeado lo oficial de lo íntimo, a lo Goya en sus abstracciones y sus negruras, otro gallo cantaría. Salvador Dalí, ante la
pregunta de qué salvaría del Museo del Prado si éste estuviera en llamas,
respondió: Dalí se llevaría nada menos que el aire, y específicamente el aire
contenido en las Meninas de Velázquez, que es el aire de mejor calidad que
existe. Exactamente, un tiro al blanco sin mayor dilación ni titubeo. La
palidez de la infanta Margarita, ni el búcaro ofrecido tan siquiera, serían
provistos de alguna forma o color si no fuese por los ventanales entreabiertos
que hacían un ademán sutil a la luz de la tarde reflectada en la plaza de
Oriente. Hay frustración y pesadumbre en sus caras. Sólo ríen los irreverentes.
Si en alguno viera su reflejo, sería en su Cristo, cuyas manos guardan la misma
pose con la que se coge un pincel.
Todo aquel tiempo es responsable de los brochazos que diera
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. El censurarlo y el moldearlo. El
reducirlo. Alguien tan grande como él podría haber hecho mucho más de lo que en
un lienzo cabe. Con la venia de Murillo o Valdés Leal, el barroco tendría su nombre. Aún así, fue cuna del futuro que le siguió, pues trajo la luz, y con ella la vida.
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