La cárcel del estilo

8:55 Fran Ibáñez Gea 0 Comments




Asociamos lo temporal con lo sempiterno. Preferimos que haya una estabilidad perpetua de lo que ya conocemos. Cambiar de idea parece una infidelidad a los principios, o desarrollar y mutar a otro estilo es pérdida de identidad. La etapa azul de Picasso, para el que lo tenga en el concepto del Guernika, es difícil de prever. Los primeros años de Balthus nada tienen que ver con los de después. E incluso Dalí en sus inicios tenía más instinto de Julio Romero de Torres que del surrealismo. En el caso de Tápies, mejor estarse quietos. Y es así cómo nos casamos hasta la muerte con algo que para bien o para mal surge y se trabaja. El reconocimiento es un garrote vil que aprieta y más aprieta cuanto más uno se mueva. Como si los procesos evolutivos no tuvieran cabida en esta gesta de perdurar en el mismo punto eternamente. Si Federico García Lorca se hubiera quedado en sus primeros poemas, en las canciones gallegas y en las descripciones de paisajes, la única famosa casa de Alba sería un ducado. No damos crédito a que se bifurquen los caminos, a que se disparen las oportunidades. Todo centrado, todo quieto. La pala de un fosor prensa la tierra mullida de nuestros logros, para que no sigan su camino. El reconocimiento es estático.

Ahora que hay alas, ahora que se puede volar. Ahora, que la libertad escudriñada parece ser respetada, es cuando se hacen los caminos del andar. Ante la protesta no tan recóndita de los mismos perros que ladraron al Quijote cuando se lanzó a hacer paz en las Castillas. La laboriosa hazaña que supone enderezar un estilo, conseguir el aplauso ajeno y perfeccionar la técnica con la que uno por algún momento, y bajo alguna intuición, está convencido, tanto oro y tanta mirra, se vuelve un agujero de difícil salida. Sólo queda, como muchos hicieron, abandonarlo todo, olvidarse de uno mismo y seguir con la esperanza. La libertad y el cambio han sido asestados en constantes dagas por los impertérritos.

Allá en el Alcázar, si acaso en su imaginería brotara la imaginación y dejara al tieso del rey, luego pachón, y al jaquetón del conde-duque aparcados en el lienzo; si por un momento don Diego hubiera esquivado la realidad y buscara tocar en hueso su grandeza, por sí plena e incuestionable, lo habrían sentado a la postre de la Trinidad coronada que le brotaba el alma. El arte es un río digno de mitología, en cuyas aguas todos se reflejan. Si después de Italia, el asombro que llamó a Vulcano a parar la Fragua pudiera haberse sentido con algo distinto, con algo ajeno a todo esto, hasta los borrachos, consternados, habrían valido de testigos a ese cambio. El pintor sufrió, en su gallarda vagueza, la cárcel del estilo. De pactar, como en las Lanzas, una luz buscada por los siglos de los siglos, que la misma baña a las Meninas como a las hilanderas. En cambio, es la humanidad y humildad del sevillano el que con sus pinceles inspirados a bien inmortaliza a la corte y sus vasallos. Si hubiera ido más allá de la Venús. Si hubiera superado el trazado desde Caravaggio. Si hubiera apeado lo oficial de lo íntimo, a lo Goya en sus abstracciones y sus negruras, otro gallo cantaría. Salvador Dalí, ante la pregunta de qué salvaría del Museo del Prado si éste estuviera en llamas, respondió: Dalí se llevaría nada menos que el aire, y específicamente el aire contenido en las Meninas de Velázquez, que es el aire de mejor calidad que existe. Exactamente, un tiro al blanco sin mayor dilación ni titubeo. La palidez de la infanta Margarita, ni el búcaro ofrecido tan siquiera, serían provistos de alguna forma o color si no fuese por los ventanales entreabiertos que hacían un ademán sutil a la luz de la tarde reflectada en la plaza de Oriente. Hay frustración y pesadumbre en sus caras. Sólo ríen los irreverentes. Si en alguno viera su reflejo, sería en su Cristo, cuyas manos guardan la misma pose con la que se coge un pincel.


Todo aquel tiempo es responsable de los brochazos que diera Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. El censurarlo y el moldearlo. El reducirlo. Alguien tan grande como él podría haber hecho mucho más de lo que en un lienzo cabe. Con la venia de Murillo o Valdés Leal, el barroco tendría su nombre. Aún así, fue cuna del futuro que le siguió, pues trajo la luz, y con ella la vida.

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