Hoy soy Fernán Caballero

18:17 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

La ideología amordaza el arte. Se pretende amputar todo aquello que queda al margen de las nuevas olas y tendencias. Se ha hecho siempre. Para quienes dictan las reglas de la difusión y la cancelación, las puertas se abren a perfiles que sólo cumplen con agradar al nuevo régimen. No importa el contenido. La mediocridad se ha extendido por las librerías. Ejemplares por temáticas se esparcen como vacas pastando en un prado: todas iguales, todas a lo mismo, todas a lo suyo. Es literatura panfletaria, rumiante, con una idea en secuencia y con una carencia en la originalidad. ¿Cuántos “Orlandos” como el de Virginia Woolf salen hoy? ¿Quién ha vuelto a escribir un discurso contra el racismo más brillante que “Matar a un ruiseñor”?

¿Es esta la democracia que queremos? Buscando una editorial para mi proyecto literario, topé con una que sentenció “publicamos escritura de mujeres”. Fui rechazado por ser hombre. Básicamente. Al instante, me convertí en Cecilia von Faber, en Mary Ann Evans. Honestamente, es una justicia poética. Quieren repetir la historia cambiando a las víctimas ¿Es ese el punto al que queremos llegar? ¿Es el feminismo, malentendido, un verdadero machismo que perpetra la desigualdad? ¿Tengo que cambiarme el nombre o el género como hicieron Fernán Caballero o George Eliot para acomodar al titiritero, en el ya encañonado siglo XXI?

Se busca la rivalidad. Un halo de debilidad que pueda frenar el ingenio. El claro ejemplo lo anota Picasso. Se obvia su pintura para resaltar su (mala) relación con las mujeres. Se refugian en anotar un riel de asuntos personales, ajenos a la obra, por domarlos y hacer que su creatividad pague con pleitesía a este mundo toscamente avenido y rudo de estampas y fantasmas. Mi cita con Picasso está en los museos, no en Tinder. 

Oscar Wilde acudió a una subasta en Londres en marzo de 1885. En ella participaban todo tipo de obras de arte y mobiliario, pero especialmente captó la atención de muchos curiosos que abarrotaron la sala esperando la salida de un lote concreto. Se trataba de las cartas que John Keats había escrito a su amada hacía más de sesenta años. Una gran mayoría empezó a pujar como perros broncos, azuzados por un primitivo instinto de ser parte material, como si se tratase de un triángulo amoroso póstumo, entre los dos amantes fallecidos y el comprador. Wilde, horrorizado por lo que vio, decidió escribir el poema “En la venta en subasta de las cartas de amor de Keats”, la cual comparó con los soldados romanos que lanzaron dados para repartirse las prendas de Cristo, sin tener consciencia de lo que hacían ni de quién era realmente aquel hombre moribundo en el Gólgota.

De alguna forma, esta mercantilización provoca una corrupción en las artes. ¿De qué sirve la exhibición, la morbosidad, el atrio incendiado de ladradores que exigen, como propio, formar parte de algo que no les corresponde, que no respetan ni entienden? 543 libras y 17 chelines fue el precio por conseguir tener el papel escrito de un poeta agónico. Hoy la ignorancia también campa. Con descaro impone su criterio. Asume formar parte y procura participar en el arte o en la literatura. Las exposiciones en galerías tienen sesgo. Hay editoriales que etiquetan y lanzan a sus escritores sin importarles su obra. Discriminan y marginan a quienes crean sin la tentativa de doblegarse a sus pormenorizadas banalidades. Donde pudo ser sublime, no albergó más que un tufo anodino. 

I think they love not Art

Who break the crystal of a poet's heart

Those small and sickly eyes may glare or gloat.

[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta /para deleite de ojos ruines y enfermizos.]

0 comentarios:

El final de las tres manolas

19:12 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 

El hermanamiento entre mujeres es un rasgo bastante continuado e íntimo, por qué no decirlo, en el teatro de Federico García Lorca. Esta voluntad o necesidad es habitada desde Marianita Pineda -con las religiosas novicias de Santa María Egipcíaca- hasta Doña Rosita la soltera, la casa de Bernarda Alba y finalmente los truncados Sueños de mi Prima Aurelia. Pero es en Doña Rosita donde estacionaremos para observar detenidamente este comportamiento mayestático, de tanta honra y misericordia.

En este drama contemplamos varios grupos en tríada de mujeres jóvenes que van danzando por el escenario, con unos intereses gobernados por las ansias de conseguir matrimonio y la frustración de entonces, y consecuentemente, por obtenerlo. Las Ayolas, concretamente, se exponen a pasar necesidad, optando por invertir las pocas rentas que quedan de una economía frágil (viuda la madre, huérfanas las hijas) por seguir sentándose en una silla del paseo del salón para no escatimar en candidatos que puedan verlas y seducirlas. Contra ellas, se sitúan las Escarpini, rivales en el mismo objetivo: conseguir un marido. Y todo este senado da reunión en la casa de Doña Rosita (también huérfana, pues son sus tíos y el ama la que la crían; y en el tercer acto con la muerte del tío, arruinada la familia).

Pero entre devaneos, sueños y esperanzas están las tres manolas, alter ego de Rosita. Las famosas manolas de la calle Elvira que cruzan la Plaza Nueva para subir por el bosque de la Alhambra, las tres (o cuatro, incluyendo a Rosita) solas. Estas flamenquísimas señoritas forman imperio de libertad: disfrutan su juventud, no conocen problema alguno que las sitie o las atormente. Ellas son la Granada feliz. Porque a las manolas se las ve subir, pero nunca se sabe cuándo pueden bajar, y ahí está el verdadero interés.

ROSITA: (saliendo con risas) ¡Hasta luego!
TÍA: ¿Quién te acompaña?
ROSITA: (Asomando la cabeza) Voy con las manolas

Esta es una de las pocas veces que Rosita ríe, y con qué razón. Entonces ya estaba comprometida con su primo, el que luego la abandona a su suerte de soltera en la época, y ve truncado su futuro de formar una familia en un nuevo hogar. Esas tres manolas de su mocedad, conforme avanza la obra, quedan relegadas como el recuerdo de un tiempo remoto para Rosita. Entonces, viene el oleaje de las Escarpini y las Ayolas que ponen sobre la mesa el verdadero conflicto entre las mujeres jóvenes de la época: el casamiento. Las esperanzas de Rosita se van apagando, aunque siempre quede una llama encendida, residual, fósil: las ascuillas de una gran hoguera en la que sobrevive un hilillo de humo. Ante aquel abandono aparecen nuevamente las manolas. Ellas ya no son ellas, sino lo que queda de ellas en el recuerdo de Rosita y cómo un muchacho, hijo de una de ellas, le relata.

De las tres, la madre del muchacho murió. Una segunda, “la casada”, tiene cuatro hijos y vive en Barcelona. La tercera, no se nombra directamente, simplemente en una anécdota, cuando en carnavales el niño se pone un traje de su madre que había en el armario, su tía se puso a llorar porque le recordaba vivamente a su difunta hermana. En consiguiente, se deducen varios datos interesantes.

MUCHACHO: Pues bajaba yo muerto de risa con el vejestorio puesto, llenando todo el pasillo de la casa de olor de alcanfor, y de pronto mi tía se puso a llorar amargamente porque decía que era exactamente igual que ver a mi madre. Yo me impresioné, como es natural, y dejé el traje y el antifaz sobre mi cama.

Que el sobrino y la tía viven en la misma casa; que la madre haya tenido un desarrollo oculto trágico en cuanto a este asunto (haya tenido al hijo sin un marido oficial, haya muerto de sobreparto en función de la clandestinidad con la que haya tenido que tenerlo; incluso que siga viva, pero haya tenido que irse de la escena granadina y familiar para escapar de la situación opresiva que se cernía sobre ella). Y es que, en una sola frase, Lorca ya anticipa la vida de cada una de ellas desde un primer momento:

MANOLA 1.  (Entrando y cerrando la sombrilla.) ¡Ay!
MANOLA 2. (Igual.) ¡Ay, qué fresquito!
MANOLA 3. (Igual.) ¡Ay!
ROSITA. (Igual.) ¿Para quién son los suspiros de mis tres lindas manolas?
MANOLA 1. Para nadie.
MAMOLA 2. Para el viento.
MAMOLA 3. Para un galán que me ronda.

La Manola 1 sería la soltera que queda en escena y se conoce como la tía del muchacho. La Manola 2 podría ser la supuesta madre difunta, que no tuviera un pretendiente concreto y quisiera vivir su juventud sin escatimar en el órdago de las convicciones morales. Y la Manola 3 sería la tía casada con cuatro hijos que emigró. Como alter ego, las tres reflejan los posibles destinos a los que se habría podido enfrentar Rosita, que a la vista queda por cuál terminó por escoger. Aparece una fábula de soslayo, sin pretensiones. La breve visita del muchacho confirma el paso del tiempo y las consecuencias de las decisiones. Mientras tanto, empieza a llover para alivio de Rosita, y sale de aquel lugar del que, de algún modo, habitó las esperanzas de otra vida.

0 comentarios:

La verdadera Bernarda

17:50 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 

Todo el mundo conoce a Bernarda. Agria, villana y dictadora. Es un perro guardián que no resta sueño al órdago que inflige sobre sus hijas. Posiblemente sea uno de los personajes femeninos más conocidos de la literatura española junto con la Celestina. Y desde 1499 a 1936 dista un trecho. Bernarda Alba es ejemplo de tiranía, de despótica conducta, de tradición traicionera que espanta al que la practica y somete como a un reo. Mas lejos del fortín en el que se convirtió esa casa ante las tablas de Federico, habría que revisitar la obra para reparar en que la matriarca, tras las tinieblas de su largo luto, era más mártir que verdugo, y objetar sobre las canutas que allí padecieron. 

Doña Frasquita Alba Sierra es, en efecto, el timón de este buque insignia. Fue vecina de los García Lorca en Fuentevaqueros y son muchos los elementos de la vida real que allí acontecieron que Federico pasó al teatro: el segundo marido, Pepico el de Roma, alguna de las hijas, la casa edificada a la perfección sobre el diálogo, y algunas de las circunstancias personales que esbozaban el carácter de aquellos paisanos. De alguna forma, y no muy enrevesada, el poeta y los Alba eran familia: estas cosas que pasan inequívocamente en los pueblos. Francisco e Isabel García Lorca citan a Frasquita, cada cual y bajo sus recuerdos, en sendas memorias. Incluso el final de sus días, ya que murió estando Federico en vida -22 de julio de 1924-, por lo que si hubiera querido escribir su historia al completo nada haría falta fabular. 

De ella se decía que no era desagradable, sino "muy femenina y nada estirada". Si bien es cierto que algún que otro comentario al parecer soltaba para tener la conversación controlada. Como buena latifundista y muchos labriegos a jornal, seguramente tenía amplio conocimiento de lo que pasaba en cada casa, como de su casa tenía conocimiento la tía de Federico, Matilde, que era vecina y tenían un pozo en medianería, por donde se filtraban los ecos de lo que ocurría intramuros. 

En el texto, refiriéndome al personaje y no a la persona, hay varias confesiones y confidencias sobre el pasado de Bernarda. Prudencia, la única amiga que va de visita a la casa y Bernarda agasaja para que continúe, pues le es agradable su persona y gusta de su compañía, habla sobre su marido: "ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral", a lo que Bernarda responde: "es un verdadero hombre". Este aprecio no es algo casual si consideramos que la propia matriarca es terrateniente, viuda de dos maridos y asegurada de conflictos hereditarios a los que no se hace alusión, salvo por algún comentario de desprecio a sus cuñadas ("Esta ha salido a sus tías") Además, es Poncia la que a poco de empezar la obra avisa "Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a entrar las gentes bajo estos techos. Ella no  quiere que la vean en su dominio". Continúa preguntando por su hija y el conflicto que tiene con Prudencia, a lo que replica: "una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en enemiga". Esta frase no se enfrenta con Adela, Angustias, Amelia, Magdalena o Martirio, pues de ninguna manera y ante nadie ella hablaría mal de su propia casta. Ella está hablando de sí misma. ¿Qué compromiso o sacrificio adquirió Bernarda como hija y llevó a cabo? ¿Posiblemente sus dos matrimonios pactados, que la convirtieron en latifundista? ¿Algún amor de juventud abandonado a expensas de su porvenir? 

Bernarda orbita entre tres generaciones. Por un lado su madre, María Josefa, que a pesar de su estado mental, ella la confiesa mujer fuerte, como a su vez lo era su abuela (de donde se aprecia la inspiración o los pasos seguidos en la conducta de Bernarda) y le sirve de espejo donde reflejarse ("aunque mi madre esté loca, yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago"); por otra, la Poncia, que es la suya propia; y en última instancia, sus hijas. Esta dinastía tiene una comandante, que ha dado orden de guardar luto de su marido, respeto a su recuerdo y a su caudal. Que nadie diga que no se lo quería. Que nadie dé a entender que Bernarda es una aprovechada. ¿Puede sentir la amenaza Bernarda que sufrió la Zapatera cuando quedó sola? En ninguna obra teatral de Lorca una mujer se levanta como villana. Todo lo contrario, el hombre es el tabú que irrumpe y trae la tragedia. En Yerma es el hijo proyectado en Juan ("¡Yo misma he matado a mi hijo"!), en Bodas es Leonardo, en Rosita el primo, en la Zapatera el Zapatero, en Marianita Pineda es Fernando, y en Bernarda es Pepe el Romano. Bernarda intenta con medidas severas someter a sus hijas para no quebrar la fortuna. En cambio no lo consigue, y es a Pepe al que dispara y maldice -no a sus hijas, ni a Poncia, ni a su madre-.

Finalmente, La Casa de Bernarda Alba podría considerarse una obra inacabada. El texto está terminado, pero no pudo subir a escena por el asesinato de Federico. Este hecho es clave, pues era en el teatro donde Lorca continuaba moldeando y dando las últimas pinceladas al texto y sus personajes. Esta etapa podría extenderse años incluso. Está claro que la Bernarda del texto tenía que ser un contrafuerte que pudiera servir para exponer al resto; una amenaza que avivara los sentimientos internos en el silencio de la casa. Si Bernarda hubiera sido más tibia, a priori no habría habido obra. Pero una vez contemplados esos matices, podría llegar la hora de desinflar la robustez con la que la acorazó. Quedaba pulirla. Bernarda de alguna forma está ausente en la obra, por eso es el personaje que necesita ser tallado. Cuando aparece es como si hubiera estado postergada en la lejanía y hubiera que explicarle la situación -en el papel de Poncia-. ¿No se suponía que era un vigilante, un guardia? Sólo existe un ambiente privado en el que conocerla, una escena que desvela al público la verdad de su bondad, de su preocupación, de sus miedos. En boca de Poncia: "Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas; muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega". 

Bernarda destaca pues, en aquel panorama, por sus anticuadas formas de imponerse. Fue así como creció y en lo que confió. Era el mundo que entendía. El que sobrevivió. Una mirada necesaria a un siglo de ausencia, y otro tanto de inmortalidad. 


0 comentarios: