Vuelta a los buenos tiempos

21:33 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 


Echando la vista atrás, no demasiado, tan solo un reojo a lo que hemos vivido, el covid parece haberse arrinconado como una anécdota o un mal trago; un tiempo ominoso poblado de cadáveres y desventuras que la memoria selectiva prefiere omitir corriendo un tupido velo. 

Por una parte, fuimos espectadores -en el mejor de los casos sólo eso- de una maratón en la que se sucedían los colapsos hospitalarios, Fernando Simón dando el parte meteorológico de las desdichas, un semáforo de aperturas o cierres perimetrales. Los muertos no cabían en los cementerios. El bicho corría como la tiña y para mayor colmo podías estar infectado sin conocimiento. Eso que queda en los escritos y en la hemeroteca de televisión española que saldrá a la luz en cada efeméride, es una parte irrefutable de aquel tsunami que fueron los meses de marzo, abril y mayo de 2020. 

En cambio, y sin esquivar esa primera y dolorosa parte, la realidad fue bien doméstica. Reflexiono sobre esto cuando en un rato de paréntesis de la tarde veo cómo el sol avanza la pared del salón y crea siluetas entre el gotelé haciendo de lo escarpado un entramado estampado. Como una carreta lenta de bueyes parsimoniosos. ¿Acaso no hubo mayor regalo, en este tiempo de prisa y corriendo, que permitirnos observar la calma? ¡La silueta que la calma avienta en cada suspirar! Todo el mundo quebró su rutina. Volvimos a nacer. Éramos un nosotros nuevo, decidido a salir de la que estaba cayendo. Hacíamos por atender al prójimo, por llamar al ser querido, por descubrir algo nuevo. Los días estaban abiertos a la inspiración, a la creatividad. Las prioridades se habían deshecho. Abrir la ventana de aquel marzo tardío y oler la lluvia y la tierra mojada en pijama. El relampagueo de los aplausos a las ocho de la tarde y la posible posterior tertulia con el vecino contiguo. Hablando de nada, simplemente del tiempo, de que al cambio de hora ya aplaudiríamos de día, de las nuevas agendas para sobrellevar esto sin perder el juicio en demasía. Cuántos cumpleaños sin celebrar, cuántos abrazos y besos sin darse. Cuántas manos sin chocar. Un puñado de coches pasaban clandestinamente por la avenida. Decían haber grabado jabalíes saludar la Cibeles. Los ciervos pasando por la Castellana. El agujero de la capa de ozono, se cerró. Posiblemente nuestro mayor enemigo crónico, la contaminación, había vuelto a los niveles del siglo XVIII. Todos dieron su brazo a torcer. Se ofrecían clases de todo tipo, un festival de conciertos en abierto. Cada uno aportó en aquel momento lo mejor de sí mismo. Hice yoga con mi madre a través de webcam. 

El otro día volví a revisión médica. La última vez fue hace seis meses y aún seguíamos en aquel régimen pandémico. Ni que decir tiene que se podía acceder al hospital cinco minutos antes de la cita y en la sala de espera como mucho había dos personas. Con puntualidad castrense entrabas y salías atendido sin tropezar con más seres vivos de los necesarios. "Ya hemos vuelto a los buenos tiempos" me decía la secretaria de ventanilla tirando de malafollá. Había veinte personas entre pacientes y acompañantes y una hora de retraso. "Para eso prefiero que vuelva el covid" añadí, con humor negro -discúlpenme-. 

La guerra ha dejado muchas bajas, muchas secuelas y traumas que sólo el tiempo permitirá curar en una sociedad que se enfrentó a bocajarro a tener que aguantarse, y eso es lo que peor pudo llevar. Porque habíamos diseñado un mundo de escapatorias y procrastinaciones eludibles hasta que nos llegó la primera ola. Aprendimos a vivir a pesar de todo lo que sabíamos, de cara a los demás, de cara al vertiginoso ritmo impuesto. Brotó una cultura amable, un imaginario donde por supuesto había mascarillas, distancia social, desinfección de manos y un riguroso respeto a la vida. Cultivamos nuestros refugios para protegernos, y otra vez hemos deshecho la madeja del nido para seguir andorreando de aquí para allá sin ir a ningún sitio. Todo el esfuerzo se ha ido disolviendo por falta de afecto. Tuvimos la oportunidad de ser mejores. En cambio, todo lo que hemos podido reciclar de aquellos días sin primavera ha sido el vago recuerdo, desde la mezquindad, la arrogancia y la altanería, como si todos los confinamientos, toques de queda, y sobre todo, familiares y amigos fallecidos fuesen hilillos a la mar. 

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El volcán que no cesa

13:10 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 




Que la televisión guarde un lugar de honor y adoración en el salón no es cosa menor. Llegó un momento en el que los ladrones, cuando entraban a hacer lo propio en casas ajenas, dejaron de buscar joyas a sencillamente acarrear con los televisores que hubiera. Con qué desamparo se quedaba esa familia. Era como si se hubiera ido la luz ¿Qué iban a hacer a partir de ahora? ¿¡Acaso, leer!?¿¡Hablar entre ellos!? En el mejor de los casos jugar a las cartas un rato, no mucho. Eran otros tiempos, desde luego. Entonces la programación televisiva influía en las rutinas y en las horas del sueño. Llegabas del colegio, comías con los Simpsons. A las tres, las noticias. Y en la merienda igual en Canal Sur si había acabado Contra Portada o Juan y Medio salía Bandolero. Por ese motivo ganaron fama los vídeos, porque se podía grabar en cinta y así paliar a nuestro antojo el deseo de ver lo que queríamos cuando no pudimos. 

Existía entonces una ley no escrita en la que la televisión abastecería de contenido la vida y ofrecería temas de conversación y entretenimiento abundante con el compromiso de honrarla y creerla. El crédito lo heredamos de los primeros espectadores, que en aras de la paz, crearon un producto donde se compaginaba el No-Do, Miliki y compañía, las entrevistas de Íñigo y las expediciones de Rodríguez de la Fuente. Es decir, se ejercía una profesionalidad absoluta en el que cada cual cumplía con su público la responsabilidad de acercar a los hogares la máxima decencia y dignidad de su labor. Es así, entonces cómo los grandes artífices del periodismo han ido escaseando, mediatizando en sensacionalismo y falsedad la pantalla que hoy se consume. En cualquier caso, ésta sigue infligiendo la autoridad, por no mudar la costumbre, e imponiéndose en generar opiniones y sentimientos colectivos en los masivos parroquianos. 

La fábrica de la tele genera un problema. No necesariamente ha de serlo, ni tan siquiera de incumbencia pública. Simplemente lo propone y en cierto modo obliga a que sea compartido en tertulias y comentarios de cajero o puertas de escuela. Supongamos que un volcán entra en erupción en una isla remota -territorio nacional, eso sí- cuya lava se deja desprender por la cuenca y llega al mar. Con el infortunio de que se permitiera construir allí, a pesar del peligro posible, y la lava haya arrasado todas las viviendas que cruzara en su carrera. No ha habido ningún herido ni fallecido. Pero esto de la televisión hace que el que viva en Soria, Teruel, Cazalla de la Sierra, Vigo o Macael tengan que añadir a su realidad esta nueva preocupación. Es más, incluso se hagan expertos vulcanólogos, pues de alguna manera habrán de dar su opinión al transcurso de los hechos. Naturalmente acuden a la isla el rey, el presidente del gobierno por ser zona catastrófica y en el congreso se aprueban las ayudas pertinentes. Quizás no sea más relevante que una riada en Valencia, un terremoto en Granada o una copiosa nevada en Burgos. El caso es que hay que chuparse el volcán de cabo a rabo, durante los días que la naturaleza considere, es decir, no se sabe. Podrían mandarnos, como recordatorio de la efeméride, un trocito de magma a casa por buena y obediente conducta. Desde luego, la televisión es como un volcán. No para de lanzar piroclastos y sólo nos fijamos en el espectacular cono que salpica fugaces estrellas incandescentes, mientras medio cuerpo lo tenemos sepultado en la colada queriendo pensar que somos la casa de la Palma que se salvó. 

Y en este rebosar de información estéril Facebook se borra del mapa, y con él caen de la mano Whatsapp e Instagram durante seis horas (de pronto, los vulcanólogos convulsionaron en informáticos). Una suerte de ictus. Volvemos a los tiempos de los apagones sin televisión y al no saber qué hacer. Bendita tranquilidad. Sorpresivamente el mundo siguió su latir. ¿¡Pero cómo es posible!? Si nos falta el móvil y no sabemos respirar. Igual estamos enganchados a algo que no es tan vital como creíamos. Igual podemos dejarlo sobre la mesa y hacer otras actividades más enriquecedoras, como por ejemplo hablar sobre los gases que produce la lava de un volcán cuando llega al mar. 

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La doble vida de un ropero

21:17 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 





En este mundo de quita y pon, de trabajos breves y amores escuetos, la moda se lanza a retarnos con permanecer. La fast-fashion de camisetas a dos euros que tanto nos alegran son una trampa mortal para nuestro planeta. La producción de baja calidad en talleres de indochinos esclavizados, son parte del agotamiento de los recursos naturales. Las economías domésticas más modestas son las grandes usuarias de esta solución sensacional que tanto democratiza el vestir. A la larga, un espejismo más de nuestro vertiginoso ritmo por condenarnos. Ha sido algo repentino. Exceptuando a Maria Antonieta, nadie ha tenido un armario tan variado hasta bien entrado el siglo XX. Nadie prestó tanta importancia jamás a no llevar la misma blusa dos días seguidos. La cuestión es que este alto consumo está empobreciéndonos, convulsionando y solidificando un modelo agresivo en el que es el propio planeta el que sale peor parado. 

El movimiento se demuestra andando. Veamos. Cuando me invitaron a la presentación del perfume Bad Boy de Carolina Herrera no tenía margen de tiempo y un presupuesto reducidísimo de acción. Así, me presenté en una mercería de barrio y le pedí alguna idea. Se nos ocurrió reciclar un traje básico azul marino, añadiéndole al puño de la manga un borlado dorado que usan para cofradías ¿Haute Couture? Tan altísima como eficacísima. Un amigo, joven diseñador, me prestó una camisa de su atelier. Así estuve en una mansión en la Moraleja, comiendo canapés de Samanta Nájera, bailando junto a Miguel Ángel Silvestre y Carmen Lomana. Y sin desentonar, yo, a quien había vestido el pueblo, frente a todos aquellos Valentinos, Guccis y Versaces. 

A las dos semanas tenía el bautizo de mi sobrina. Otra vez con el asalto al perchero. Le pregunté a mi padre qué había hecho con su traje de boda. "Ahí en el armario está". Con las mismas me lo probé. Lo llevé a la costurera y después de la magia del hilo y el coserío me estaba como un guante. Otro rescate imprevisto. Unos meses después entré al trastero que había pertenecido a un piso familiar. Allí encontré, en una percha desierta, barnizada por polvo, el uniforme de Renfe de mi abuelo. Él había muerto muy joven, cuarenta años atrás. Nadie lo había tocado hasta entonces, ni había hurgado entre sus telas. Aún seguía allí un calendario de bolsillo de 1977. Además de tres chaquetas roídas y una camisa descolorida, se hallaba un gabán largo en mejores condiciones. Lo saqué por darle otra oportunidad a riesgo de que el de la tintorería me dijera que estaba loco. Para mi extrañeza me felicitó, pues ese tipo de lana ya no se hacía y era de la de toda la vida, la que abrigaba de verdad. Después lo llevé a la costurera a que volviera a brotar su magia. Lo rehizo por completo: lo desmontó, lo volvió a montar, le corrió la botonadura, le hizo los bolsillos nuevos, le alargó las mangas. Arquitectura textil en arqueología doméstica. 

Y en este recorrido por amar, por volver a darle un significado nuevo, una interpretación a aquello que marcó y estuvo presente en nuestra historia familiar, hoy he dado con una nueva prenda. Estaba en una colina de bolsas de ropa. Enmadejada entre trapos, buscando otras cosas, ha aparecido un jersey muy noventero, de vivos colores, un tanto oversize, típico en las tiendas de Malasaña. A priori, podría estarme bien. No tenía toda mi atención hasta que pregunté en casa de quién era. Mi madre ha dicho que era de ella, de cuando estaba embarazada de mí. Por ende, aquel suéter anónimo de pronto era protagonista. Había formado parte de mi vida sin que yo supiera aún que tenía una. Y es por cosas como estas por lo que vale la pena alargarles la durabilidad a las prendas que fueron nuestras, porque sin proponérselo fueron testigos de lo que hemos hecho de nosotros mismos. No se equivocarán. Es apuesta segura. Las modas siempre vuelven. 


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