El volcán que no cesa

13:10 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 




Que la televisión guarde un lugar de honor y adoración en el salón no es cosa menor. Llegó un momento en el que los ladrones, cuando entraban a hacer lo propio en casas ajenas, dejaron de buscar joyas a sencillamente acarrear con los televisores que hubiera. Con qué desamparo se quedaba esa familia. Era como si se hubiera ido la luz ¿Qué iban a hacer a partir de ahora? ¿¡Acaso, leer!?¿¡Hablar entre ellos!? En el mejor de los casos jugar a las cartas un rato, no mucho. Eran otros tiempos, desde luego. Entonces la programación televisiva influía en las rutinas y en las horas del sueño. Llegabas del colegio, comías con los Simpsons. A las tres, las noticias. Y en la merienda igual en Canal Sur si había acabado Contra Portada o Juan y Medio salía Bandolero. Por ese motivo ganaron fama los vídeos, porque se podía grabar en cinta y así paliar a nuestro antojo el deseo de ver lo que queríamos cuando no pudimos. 

Existía entonces una ley no escrita en la que la televisión abastecería de contenido la vida y ofrecería temas de conversación y entretenimiento abundante con el compromiso de honrarla y creerla. El crédito lo heredamos de los primeros espectadores, que en aras de la paz, crearon un producto donde se compaginaba el No-Do, Miliki y compañía, las entrevistas de Íñigo y las expediciones de Rodríguez de la Fuente. Es decir, se ejercía una profesionalidad absoluta en el que cada cual cumplía con su público la responsabilidad de acercar a los hogares la máxima decencia y dignidad de su labor. Es así, entonces cómo los grandes artífices del periodismo han ido escaseando, mediatizando en sensacionalismo y falsedad la pantalla que hoy se consume. En cualquier caso, ésta sigue infligiendo la autoridad, por no mudar la costumbre, e imponiéndose en generar opiniones y sentimientos colectivos en los masivos parroquianos. 

La fábrica de la tele genera un problema. No necesariamente ha de serlo, ni tan siquiera de incumbencia pública. Simplemente lo propone y en cierto modo obliga a que sea compartido en tertulias y comentarios de cajero o puertas de escuela. Supongamos que un volcán entra en erupción en una isla remota -territorio nacional, eso sí- cuya lava se deja desprender por la cuenca y llega al mar. Con el infortunio de que se permitiera construir allí, a pesar del peligro posible, y la lava haya arrasado todas las viviendas que cruzara en su carrera. No ha habido ningún herido ni fallecido. Pero esto de la televisión hace que el que viva en Soria, Teruel, Cazalla de la Sierra, Vigo o Macael tengan que añadir a su realidad esta nueva preocupación. Es más, incluso se hagan expertos vulcanólogos, pues de alguna manera habrán de dar su opinión al transcurso de los hechos. Naturalmente acuden a la isla el rey, el presidente del gobierno por ser zona catastrófica y en el congreso se aprueban las ayudas pertinentes. Quizás no sea más relevante que una riada en Valencia, un terremoto en Granada o una copiosa nevada en Burgos. El caso es que hay que chuparse el volcán de cabo a rabo, durante los días que la naturaleza considere, es decir, no se sabe. Podrían mandarnos, como recordatorio de la efeméride, un trocito de magma a casa por buena y obediente conducta. Desde luego, la televisión es como un volcán. No para de lanzar piroclastos y sólo nos fijamos en el espectacular cono que salpica fugaces estrellas incandescentes, mientras medio cuerpo lo tenemos sepultado en la colada queriendo pensar que somos la casa de la Palma que se salvó. 

Y en este rebosar de información estéril Facebook se borra del mapa, y con él caen de la mano Whatsapp e Instagram durante seis horas (de pronto, los vulcanólogos convulsionaron en informáticos). Una suerte de ictus. Volvemos a los tiempos de los apagones sin televisión y al no saber qué hacer. Bendita tranquilidad. Sorpresivamente el mundo siguió su latir. ¿¡Pero cómo es posible!? Si nos falta el móvil y no sabemos respirar. Igual estamos enganchados a algo que no es tan vital como creíamos. Igual podemos dejarlo sobre la mesa y hacer otras actividades más enriquecedoras, como por ejemplo hablar sobre los gases que produce la lava de un volcán cuando llega al mar. 

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