El legado vivo de Julio Visconti

9:01 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 

Patio de la sede de la fundación pintor Julio Visconti

El artista hace escuela. El poder creativo no se acota a su producción artística, sino que deja el campo sembrado para que su referencia siga guiando, motivando e inspirando a los que le siguen. Cosecha de éxitos y pupilos que han encontrado en su estilo y técnica un camino que abordar. Su hacer no se queda en el papel o en la piedra. Sigue fluyendo como energía indestructible. Es el caso del pintor Julio Visonti. 

Fiñanero de nacimiento y accitano por excelencia, D. Julio (1922) es un acuarelista galardonado, premiado y felicitado por su extensa trayectoria. En esa madeja de victorias podemos resumir  en dos sus principales logros. En primer lugar, su obra, de exposición internacional, que ha sustentado la acuarela en un noble escalafón del arte. Fue en su madurez cuando tuvo este encuentro fortuito con ella. Una amiga desde entonces inseparable convertida en el buque insignia de la destreza y habilidad de D. Julio.  Paisajes de su entorno natal, como Almería o el mar han sido el foco de muchas de sus pinturas, reflejando la auténtica luz que guarda este rincón de España. 

En segundo lugar, su casa-museo. El palacio que hoy ocupa la sede de su fundación es un pulmón cultural que promueve la figura inagotable del pintor y que fomenta actividades literarias o pictóricas, continuando el legado viscontiniano. Este inmueble de cinco siglos es el cuartel general del artista. Las antigüedades que ha ido acomodándole emanan un aire de nostalgia y grandeza perceptible. Un vicio amable, el de repoblar las salas de belleza, que han tomado el tiempo y la dedicación de D. Julio de los últimos años, sin descuidar los pinceles. 

Es precisamente en el patio de la casa palacio donde anualmente se realizan los cursos de verano de acuarela que él mismo empezó a impartir, y cuyo relevo fue tomado por el también pintor accitano y discípulo D. José Antonio G. Amezcua (1964). Una semana en la que los asistentes de todos los lugares, edades y disciplinas apartan sus quehaceres para disfrutar embelesados con el arte de la acuarela en un marco incomparable. Arrojarse a interiorizar la técnica de esta materia es despegarse de una lógica inicial, de colores y enfoques, para aprender a ver la acuarela en el paisaje. Su fragilidad y rapidez comprometen al artista a ser preciso con el juego de manchas que dispone, que el agua hace bailar sobre el papel. Pintar con acuarela es ejercitar la natación sincronizada, coordinando la mente, la vista, el tiempo y el color a una misma vez. El dibujo preparatorio será la piedra angular. Un esbozo sobre el que verter la veladura y tejer un entramado de luces y sombras que doten al papel de volumen y atmósfera. Además de clases teóricas sobre el recorrido de esta técnica, la importancia del urbanismo o las prácticas magistrales de pintores invitados.  

Esta edición, puesta sobre las cuerdas por la tesitura sanitaria, ha podido realizarse debido a la garantía de las instalaciones y a la dinámica de las clases, que no compromete la seguridad de los asistentes. Uno de los pocos cursos que el Centro Mediterráneo ha podido impartir de los establecidos en la agenda. 

La generosidad de Julio Visconti nos compromete a todos. Nos llena de satisfacción poder compartir parte de su trayectoria y tener accesible su huella. Haber puesto en el mapa Guadix como un lugar destacado en el mundo de la acuarela y seguir floreciendo con logros su eterno legado. 

Distintas sesiones del curso de acuarela 2020 (Centro Mediterráneo) en la sede de la fundación


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La fama de los humildes

8:34 Fran Ibáñez Gea 0 Comments


Estatua ecuestre de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid (1616)


No es tiempo de estatuas grandilocuentes. Aun siendo voluminosas -Jaume Plensa- no las hay con esa majestad ecuestre y señorial, de garbo y tronío con el que se honraba en presencia del bronce a destacadas personalidades o hitos. Probablemente Mariano Benlliure fue el último de la saga en recibir encargos en la belleza. La aproximación se encuadra en la abstracción o en derretir un deshilacho corpóreo a lo Giacometti. Como adelantaba, vaya la verdad por delante, no es tiempo de estatuas grandilocuentes. 

Hay ciudades donde abundan estas esculturas, embelleciendo y a su vez dándole prestigio al lugar. Intimando consonancia y complicidad entre la persona honrada en bronce con la plaza o la calle por la que paseó en vida. En Granada, mismamente, hay una avenida -bulevar o constitución-, en la cual cada cien metros te encuentras una. Un paseo de la fama de alta alcurnia donde en un vistazo se encuentran casuales y despistados en sus quehaceres Victoria Eugenia, Manuel de Falla o San Juan de la Cruz. 

En Guadix en cambio, conocí sólamente cuatro estatuas: el Sagrado Corazón de Jesús, como suerte de Corcovado sobre el campanario; a Pedro Antonio de Alarcón en un pedestal a lo zeus, sentado presidiendo el parque que lleva su nombre; el busto de Pedro de Mendoza, natal de aquí y fundador de la ciudad de Buenos Aires en sus aires de conquista y aventura; y el Cascamorras, figura indispensable para entender el paisanaje y fiesta de interés turístico internacional. Luego se sumaron los niños de la Escolanía pastoreados por D. Carlos Ros al margen de la catedral. La última estatua que se hizo rompió filas. No fue dedicada a alguien por inteligencia o investigaciones, aunque un poso de cultura tenía. Tampoco por ser embajador o político, a pesar de gastar bastante diplomacia. Este señor que fue ubicado junto a la plaza de abastos, en el epicentro comercial accitano, era Juan Guijarro. Lo llamaban Muley. Era muy conocido por generaciones de los habitantes de Guadix. Él era parte de la cultura popular. Al único hombre con ese nombre que había leído alguna vez era el  penúltimo sultán del reino de Granada, que mandó ser enterrado en la punta más alta y por eso la cima de Sierra Nevada se llama Mulhacén -Muley Hacén-

Este paisano tenía por costumbre, y por supervivencia, asistir a todos los entierros de la ciudad. La Parca y Muley eran compañeros de oficio. Allí Muley acompañaba a los familiares, y éstos les ofrecían comida del velatorio, incluso ropa del difunto. Aunque lo primero que pedía era tabaco. Esa fue su gesta. Desconozco si haría de plañidera, pero por lo que se puede apreciar en la estatua, tenía un carisma y una templanza cuya presencia entiendo que calmara a los asistentes. Otras personas han recibido mención especial por su trayectoria en su lugar de trabajo -Pepe Poyatos en el Polideportivo o Luis Muriel en la Biblioteca- pero Muley guarda la Gran Vía de Guadix avisando de que la vida es una y él, si todavía la tuviera, iría a tu final. 

En este punto y recordando a este tipo de ilustres humildes, guardo en la recóndita memoria de mi infancia los destellos de un señor que también merece otro monumento. La gente lo llamaba el Chato -o Chato el doce, por el número de la calle donde solía estar-. Es posible que tuviera el rostro como un gato persa.  Bajito y sereno. Este señor era zapatero de la calle más castiza del pueblo. En el madrugar de los años, luchó en la clandestinidad por la democracia. En un recóndito cubículo ejercía. Un poco más grande que una cabina de teléfonos. Se decía que el alquiler y el cargo lo había heredado de su padre, que también era zapatero. Al fondo tenía cuadros al óleo pintados por él de escenas de caza y paisajes monumentales con una calidad impactante. Los ponía sobre caballetes o por el suelo apontocados en un falso mostrador que nunca usaba. Los zapatos estaban amontonados en una pila.Y a sus pies un puñado de gatos enristrados tomando el sol. Mi padre decía que llevaba las cuentas en cartón, y que cuando había hecho el cupo cerraba. No tenía horario. Ponía un cartelito a las once de la mañana de vuelvo en 5 minutos, y ya aparecía por la tarde después de la siesta. Tenía un aire bohemio y noble. No ponía una voz por encima de otra. Había majestad en aquel hombre. Era la humildad la que lo coronaba. Ahora la entrada a aquel rincón de la historia yace emparedado, sin una placa que recuerde y honre, para gloria del trabajo artesano, los buenos tiempos de Antonio Pérez, Chato el Doce. 

En algún momento los modelos dejaron de ser dioses griegos, monarcas o artistas para convertirse en vecinos o paisanos que hicieron mella en la rutina que circundaban. El azar y el consenso consistorial quisieron que siguieran con nosotros. Y ahí siguen, camuflándose entre los vivos, como bien acostumbraban. 

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Isabel II, al velo del arte

20:42 Fran Ibáñez Gea 0 Comments


TORREGGIANI, Camillo. Isabel II, velada (1855) Colección Museo del Prado

Todo el poder se ha visto envuelto en polémica. También en arte. A pesar del reinado de inestabilidad política al que se ciñó la joven reina Isabel II de España, dotó a la cultura con fuerza y variedad en algunos aspectos. Desvelamos el papel que la soberana llevó a cabo con el patrimonio de la nación y la cultura del país, poniendo en auge algunos sectores olvidados o desconocidos en España hasta el momento. 

Museo del Prado

Uno de los más grandes agradecimientos que le debemos hoy día es a la decisión tomada para con el Museo del Prado, tras una grave crisis surgida debido a la muerte de su padre, Fernando VII. Las colecciones reales, vinculadas a la corona, y recién instaladas en la pinacoteca fueron repartidas en herencia a las hijas. Esto podría suponer pérdidas irreparables de la colección, que ya había sido perjudicada anterior y notablemente por las sustracciones durante la ocupación francesa. Para encarecer más aún el riesgo, Isabel, en aquel momento, sólo tenía tres años. Una comisión paralizó la ejecución del texto testamentario hasta que la soberana fuese mayor de edad, ganando tiempo para solucionar la coyuntura. Estudiaron si las obras maestras eran un legado personal del rey con el fin de enajenar parte de él y garantizar su situación en el edificio de Villanueva. En cualquier caso se concluyó que la colección no podía dividirse ya que pertenecían a la Corona española desde hacía siglos. 

Isabel adquirió la parte de su hermana Luisa Fernanda, protegiendo así la unidad de la colección y evitando el riesgo del desmembramiento de tan incalculable tesoro. Tras la revolución de 1868, y previa abolición del patrimonio de la corona, los cuadros formaron parte de los bienes de la nación, perteneciendo desde entonces hasta hoy a todos los españoles. Aún así, una de las salas más importantes del museo que ha albergado las obras maestras de Velázquez tomó su nombre durante décadas. Actualmente las Meninas siguen presidiéndola y se llama sala 12. 

La relación que la reina cultivó con la pintura fue muy estrecha. Teniendo a los Madrazo como pintores de cámara, es una de las monarcas con más retratos y de mejor calidad. Así como desde pequeñas, Isabel y su hermana recibieron clases particulares de dibujo artístico en palacio por parte de Rosario Weiss, hijastra de Francisco de Goya y una de las pocas mujeres pintoras sobresalientes en la época. Cabe mencionar el retrato que Franz X. Winterhalter hizo de la reina y su hija la princesa de Asturias y que se ubica en el Palacio Real de Madrid. 

WINTERHALTER, Franz X. La Reina Isabel II con su hija la Princesa de Asturias (1852) Palacio Real de Madrid - detalle

Arqueología 

Siguiendo esta estela, la reina Isabel fue pionera en apoyar y financiar la restauración de las ruinas de la Alhambra. En su visita a Granada en 1862, los palacios nazaríes, expoliados décadas atrás por franceses e ingleses, estaban cerca del colapso arquitectónico. La difusión de Washinton Irving y los constantes viajeros románticos que llegaban, señalaban la ciudad nazarita como un destino exótico, milenario y místico. A partir de entonces se canalizaron las ayudas y los restauradores comenzaron una intervención orientalista que fomentaba con mayor arraigo ese imaginario inexacto, bucólico y eterno.

La gestión patrimonial del país estaba en crisis. La falta de preocupación e interés por preservarlo pareció desvanecerse poco a poco durante el reinado de Isabel. Es probable que este despertar lo forzaran tres cuestiones coetáneas: la primera, el declive continuo y el serio riesgo en el que se encontraban los monumentos; la segunda, España como el destino de viajeros europeos que consideraban el sur como un Oriente Medio seguro y de cuyo escaparate los locales podían percibir riqueza; y la tercera, el expolio sufrido por la invasión napoleónica. Tres bofetones de realidad por los que los españoles podían empezar a funcionar. Siendo así, en 1844, el general Narváez declara el primer monumento nacional de España: La catedral de León, cuya cúpula iba a precipitarse y comprometer la estabilidad del conjunto. Reconocer y rescatar algunos lugares privilegiados de la historia es una herramienta para salvaguardarlos.  

 La arqueología y el pasado histórico de España estaban teniendo más relevancia y consciencia social, hasta el punto de que la misma reina en 1867 inaugura el Museo Arqueológico Nacional, con el fin de tener un lugar en el que recopilar todos los bienes arqueológicos milenarios y poder visionar en un mismo espacio el legado de las distintas civilizaciones. Este lugar no pertenece al enclave que ocupa actual en el Paseo de Recoletos, cuyas obras empezarían en 1866 y estaría destinado como Palacio de la Biblioteca y Museos Nacionales, incluyendo en este macro-complejo la Biblioteca Nacional, el Museo del Prado (entonces Museo de la Trinidad) y el Museo Arqueológico Nacional. El lugar original en el que fueron acomodadas las colecciones del Real Gabinete de Historia Natural, las medallas y antigüedades de la Biblioteca Nacional y los restos arqueológicos de la Escuela Superior de Diplomática y la Real Academia de la Historia fue el Casino de la Reina, una casa de recreo que el ayuntamiento de Madrid había regalado a la reina Isabel de Braganza sito en la glorieta y portillo de Embajadores. 

Consecuencia del incendio del 15 de septiembre de 1890 en la Torre de Comares de la Alhambra

El Teatro Real. El teatro de la reina

El día de su decimonoveno cumpleaños, la reina había mandado preparar una sala dentro de Palacio destinada a la ópera. Las obras del viejo teatro de la plaza de Oriente estaban retrasándose debido a la falta de consenso en la financiación por parte del gobierno y a la humedad del lugar. La reina era una apasionada de la música. Su madre, la regente María Cristina, era la precursora del Conservatorio de Música. Se preocupó de que sus hijas tuvieran enseñanzas musicales dentro de palacio, especialmente de canto y de piano. Ambas hermanas incubaron este amor a la música e Isabel especialmente a la ópera. De tal forma que una vez incluso despachó a uno de sus ministros cantando. Se puso firme en cuanto a las obras y mandó que se terminaran, siendo el Teatro Real de Madrid su barco insignia. El éxito codició los espectáculos, siendo muy demandados entre el público madrileño. La reina allí vivió episodios de todo tipo. Desde el ministerio relámpago del conde de Cleonard (cuya presidencia en el gobierno duró un día, el del 19 de octubre de 1849) hasta incluso el comunicado de que su hijo el rey Alfonso XII acababa de morir. 

La reina conoció a todas las grandes sopranos, barítonos, directores de orquesta y músicos, sobresaliendo los famosos Niccolo Paganini y Franz Liszt. La pieza con la que estrenó aquellos diecinueve años fue la "Ildegonda" de Arrieta, músico que se convertiría en un gran amigo y a quien le dedicaría varias composiciones para que ella misma pudiera interpretarlas. En el palacio real existe una colección de partituras originales de Beethoven, Bellini, Donizetti, Verdi o Brahms. Su tío y suegro Francisco de Paula de Borbón era un gran barítono y tenía una de las bibliotecas musicales más grandes del país. Así como su hijo y esposo de la reina, D. Francisco de Asís, era un destacado pianista. 

Interior del Teatro Real de Madrid actualmente 

El divino joyero 

Una de las llamativas aportaciones que la reina Isabel II llevó a cabo durante todo su reinado estuvo muy ligado con su devoción. La fe de la católica soberana proveyó de un gran número de obsequios a las imágenes de la virgen y sus advocaciones bajo patronazgo de toda España. Parte de su joyero lo repartió para las coronas de muchas de ellas. Así como los mantos bordados que actualmente usan en festividades y ocasiones solemnes. De esta forma se reforzaba la unión personal entre la soberana y el culto a la virgen María. Una larga lista confecciona el número de piezas a lo ancho y largo del país. La virgen de Atocha atesora un manto cuajado en castillos y leones bordados en oro, así como dos coronas, rastrillo y halo con diamantes y topacios del Brasil; un manto a la granadina virgen de las Angustias, a la histórica y venerada virgen de la Cabeza de Andújar; a la virgen de las Huertas de Lorca; a la virgen del Carmen de Caravaca; a la virgen de las Llanos de Albacete; incluso una joya en forma de lágrima para la virgen de África en Ceuta. Pero sin lugar a dudas dentro de todos estos presentes, los más emblemáticos serían los aportados a la citada virgen de Atocha, la devoción a la virgen de los Reyes de Sevilla a la que obsequió con varios mantos y la corona de la virgen del Pilar a partir de varias joyas de la reina. 

Este discreto tesoro custodiado en altares y camarines es también parte del patrimonio que pone de relieve la labor de bordadores y orfebres para subrayar la relación de la feligresía con la divinidad: el primer museo al que asiste el público con respeto y admiración es la iglesia. Isabel II, cuyo nombre y rango lo había ocupado previamente la defensora de la fe y la unidad, tenía que responder ante una figura histórica y simbólica de fuerte calado que aún cuatrocientos años después de su muerte seguía siendo un referente en España y en la cristiandad. 

Corona de la Virgen del Pilar 


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