La fama de los humildes

8:34 Fran Ibáñez Gea 0 Comments


Estatua ecuestre de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid (1616)


No es tiempo de estatuas grandilocuentes. Aun siendo voluminosas -Jaume Plensa- no las hay con esa majestad ecuestre y señorial, de garbo y tronío con el que se honraba en presencia del bronce a destacadas personalidades o hitos. Probablemente Mariano Benlliure fue el último de la saga en recibir encargos en la belleza. La aproximación se encuadra en la abstracción o en derretir un deshilacho corpóreo a lo Giacometti. Como adelantaba, vaya la verdad por delante, no es tiempo de estatuas grandilocuentes. 

Hay ciudades donde abundan estas esculturas, embelleciendo y a su vez dándole prestigio al lugar. Intimando consonancia y complicidad entre la persona honrada en bronce con la plaza o la calle por la que paseó en vida. En Granada, mismamente, hay una avenida -bulevar o constitución-, en la cual cada cien metros te encuentras una. Un paseo de la fama de alta alcurnia donde en un vistazo se encuentran casuales y despistados en sus quehaceres Victoria Eugenia, Manuel de Falla o San Juan de la Cruz. 

En Guadix en cambio, conocí sólamente cuatro estatuas: el Sagrado Corazón de Jesús, como suerte de Corcovado sobre el campanario; a Pedro Antonio de Alarcón en un pedestal a lo zeus, sentado presidiendo el parque que lleva su nombre; el busto de Pedro de Mendoza, natal de aquí y fundador de la ciudad de Buenos Aires en sus aires de conquista y aventura; y el Cascamorras, figura indispensable para entender el paisanaje y fiesta de interés turístico internacional. Luego se sumaron los niños de la Escolanía pastoreados por D. Carlos Ros al margen de la catedral. La última estatua que se hizo rompió filas. No fue dedicada a alguien por inteligencia o investigaciones, aunque un poso de cultura tenía. Tampoco por ser embajador o político, a pesar de gastar bastante diplomacia. Este señor que fue ubicado junto a la plaza de abastos, en el epicentro comercial accitano, era Juan Guijarro. Lo llamaban Muley. Era muy conocido por generaciones de los habitantes de Guadix. Él era parte de la cultura popular. Al único hombre con ese nombre que había leído alguna vez era el  penúltimo sultán del reino de Granada, que mandó ser enterrado en la punta más alta y por eso la cima de Sierra Nevada se llama Mulhacén -Muley Hacén-

Este paisano tenía por costumbre, y por supervivencia, asistir a todos los entierros de la ciudad. La Parca y Muley eran compañeros de oficio. Allí Muley acompañaba a los familiares, y éstos les ofrecían comida del velatorio, incluso ropa del difunto. Aunque lo primero que pedía era tabaco. Esa fue su gesta. Desconozco si haría de plañidera, pero por lo que se puede apreciar en la estatua, tenía un carisma y una templanza cuya presencia entiendo que calmara a los asistentes. Otras personas han recibido mención especial por su trayectoria en su lugar de trabajo -Pepe Poyatos en el Polideportivo o Luis Muriel en la Biblioteca- pero Muley guarda la Gran Vía de Guadix avisando de que la vida es una y él, si todavía la tuviera, iría a tu final. 

En este punto y recordando a este tipo de ilustres humildes, guardo en la recóndita memoria de mi infancia los destellos de un señor que también merece otro monumento. La gente lo llamaba el Chato -o Chato el doce, por el número de la calle donde solía estar-. Es posible que tuviera el rostro como un gato persa.  Bajito y sereno. Este señor era zapatero de la calle más castiza del pueblo. En el madrugar de los años, luchó en la clandestinidad por la democracia. En un recóndito cubículo ejercía. Un poco más grande que una cabina de teléfonos. Se decía que el alquiler y el cargo lo había heredado de su padre, que también era zapatero. Al fondo tenía cuadros al óleo pintados por él de escenas de caza y paisajes monumentales con una calidad impactante. Los ponía sobre caballetes o por el suelo apontocados en un falso mostrador que nunca usaba. Los zapatos estaban amontonados en una pila.Y a sus pies un puñado de gatos enristrados tomando el sol. Mi padre decía que llevaba las cuentas en cartón, y que cuando había hecho el cupo cerraba. No tenía horario. Ponía un cartelito a las once de la mañana de vuelvo en 5 minutos, y ya aparecía por la tarde después de la siesta. Tenía un aire bohemio y noble. No ponía una voz por encima de otra. Había majestad en aquel hombre. Era la humildad la que lo coronaba. Ahora la entrada a aquel rincón de la historia yace emparedado, sin una placa que recuerde y honre, para gloria del trabajo artesano, los buenos tiempos de Antonio Pérez, Chato el Doce. 

En algún momento los modelos dejaron de ser dioses griegos, monarcas o artistas para convertirse en vecinos o paisanos que hicieron mella en la rutina que circundaban. El azar y el consenso consistorial quisieron que siguieran con nosotros. Y ahí siguen, camuflándose entre los vivos, como bien acostumbraban. 

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