El hogar público

8:58 Fran Ibáñez Gea 2 Comments

 


El mejor alcalde de Madrid, salvando las distancias con Carlos III, dijo un día algo así como que si la casa, la vivienda personal tenía la consideración de hogar privado, la ciudad debería tener la misma consideración como hogar público. Y esta sentencia de D. Enrique Tierno Galván va gestando una de las ideas fundamentales para la ciudad moderna.

Hemos evolucionado sin saberlo. En cuestión de cincuenta años una generación bisagra ha podido experimentar cómo nacen los teléfonos y las televisiones, el auge de los coches y de los ascensores, no tener excusado, alcantarillado o agua corriente, que en la misma vivienda coincida también la cuadra o la pocilga, incluso que la distribución de la casa haya surgido conforme urgía la necesidad de hacer espacios, con el consiguiente desdibujar las calles. No haber cubos de basura o papeleras, y por ende el surgir de carteles de no arrojar escombros bajo multa. El encendido público existía, por la custodia del sereno, por cuestiones de seguridad, mas lejos de ahí todo era prescindible. Quizás dos bancos de piedra en una plaza.

La ciudad de hoy tiene una naturaleza brusca. Las mierdas de perro desperdigadas, la ausencia de suficientes fuentes, la falta de accesibilidad en algunos tramos. El colesterol de tráfico oprime las arterias en exceso. Hay pérdida de oído en el paseante. Sirenas, tubos de escape, claxon y derrapes. La prisa la marca la rueda. Existe una baja consideración hacia el ser humano analógico que pretende lanzarse al camino con la idea sibarita de distraerse y redescubrir el lugar en el que vive, con la esperanza de que esa ruta por lo bonito sea lo más extensa posible.  

Cuidar la calle no debe ser un gesto compasivo de la administración. Ni tampoco ser desentendido por la población. Cada rincón es parte de este cuerpo que habitamos y que por tanto deberíamos esmerarnos en que sea saludable. Las fachadas ruinosas son uno de los grandes males presentes que compromete la seguridad en la vía y la pérdida de patrimonio. Muchas veces son naufragios sin dueño varados por el descuido y el haber normalizado que las ruinas y escombros son parte de nuestra identidad. Lejos de eso, a día de hoy debería haber herramientas suficientes para restablecer el estado de estas viviendas y hacerlas útiles. Para que los barrios históricos se llenen de vecinos que devuelvan la actividad a esas calles y esas plazas.

Guadix es una ciudad paseable. Peregrinar a la virgen de las Angustias, callejeando Santa Ana, de su iglesia a su solana, y avanzar por la Gloria, doblando las almenas, hasta el balcón de Peñaflor donde entre Santiago y San Francisco las huertas son un pazo de soneto en extinción. Cruzar el barrio latino por las Ibáñez o la Concepción, avistando como un faro el campanario. Y escuchar. Oír las golondrinas anidar y los cuartos de las campanas de la catedral. Reposar Santa María y su Buen Aire de balcones bajo palio y el renacimiento abriéndose como un trago de vino al sol. Cederle el paso a la plazuela de Villalegre y la Atahona como un cañón hacia Roma abriendo un abanico de teatro propios de una Pompeya de arcilla. Despistar el Ferro hacia San Miguel y saludar al Cascamorras en el compás de Santo Domingo, para finalmente subir hacia una corona de chimeneas blancas, con el permiso de la Magdalena, y ver Guadix. Guadix ante un mar de barrancos escarpados con su avanzadilla de Azucarera y su Estación, por donde llevan serpenteando los trenes un siglo, ya en tradición. 

No cabe duda. Son muchas las opciones que se tienen para dejar una ciudad a su suerte. Que siga creciendo o vaciándose como lo ha ido haciendo hasta ahora. En cambio, en tiempos confinados, hemos podido apreciar con mayor profundidad la importancia de nuestro entorno. La primera vez que el parque periurbano parecía Central Park. La cuestión está servida.

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