Arqueología doméstica

8:08 Fran Ibáñez Gea 5 Comments

 



Cuando mi última y más querida abuela murió, experiencié un deseo de proteger todo lo que la rodeó en vida. Pasábamos a tomar consciencia de que su partida significaba un cambio de página en muchos sentidos. Era la primera vez en sus ochenta y ocho años que no iba a estar presente en nuestros cumpleaños, celebraciones y demás encuentros. El alzheimer le había nublado el pensamiento breve tiempo atrás, pero su sonrisa y el nombre de sus hijos seguían vigentes aun repitiendo pensamientos y siendo calmada por sus agitados temores. 

De ella quedaron muchas cosas. Enseres, ajuares, sus recetas de cocina, testimonios filmados y fotografiados. Eran una estirpe amante de la cámara y así lo demostró que tuvieran fotos de ella de pequeña, de familia numerosa, del colegio, de sus hermanos en la mili, de sus padres... y empiezas a introducirte en un rompecabezas en el que se fusionan "lo dicho" con "lo hecho". Es decir, todo aquello que de oídas se ha presenciado alguna vez como historieta, está físicamente, visualmente, reflejado en esa fotografía. Los viajes, las bodas, la suma de los hijos a través del carrete. Una novela sin letras, pero con la misma carga emocional y literaria. 

La casa de mis bisabuelos aún sigue en pie. Infinitamente deteriorada. Podría considerarse una ruina moderna que ha sido varias veces expoliada. De ella recuerdo pasar unos felices domingos de infancia corriendo en un prado verde y jugando con los primos. En algún momento la decadencia del lugar se consideró poco apta para travesuras de niños y por protección de riesgos dejamos de ir. Llevaba veinte años sin pisarlo. Siempre pasando de largo, porque la esencia de aquel lugar era el "estar de paso". Era un pueblo diminuto en el que había una estación de tren, un silo, unas escuelas y una manzana de casas. La más grande de ellas, la cual tenía una especie de tienda-bar para atender a los viajantes del ferrocarril, servía de lugar de encuentro para los vecinos. Esta concretamente es la de los padres de mi abuela. Cuando acudimos a ella hace unos meses, en primavera, el tiempo le había robado su esplendor mas en la memoria de cada uno de nosotros era un desfile de recuerdos y de personas que seguían allí mismo. 

Picoteo el teclado con palabras de parientes del árbol en buscadores de hemeroteca, para rescatar alguna noticia o seña que ofrezca perspectiva a las anécdotas familiares. Con suerte en este riguroso avance por digitalizarlo todo, siempre cabe alguna tibia reseña de un periódico local en alguna aportación. También pregunto a tíos y primos si cupiera la posibilidad de que en sus enmarañados baúles y trasteros hubiera alguna foto en blanco y negro con rostro de antepasados para que en un whatsapp puedan mandármela. De esta forma les pude poner cara por primera vez a unos tatarabuelos. Y te das cuenta que la historia se hizo ayer. Notas de prensa de algún evento social, participación en concurso, alguna multa en la guerra, nombramientos políticos o civiles y poco más. Lo suficiente para cimentar aquel rastro verbal heredado de quiénes eran y fijarlo en papel con estas puntillas. 

Algún juego de tazas, un abrigo, una colcha de croché hecha a mano o una radio antigua pueden ser trastos de rastrillo, pero el valor no lo dan las cosas, sino a quién pertenecieron, quiénes las cuidaron e incluso quiénes las vivieron. Nos acuartelamos sin renuncia a seguir guardándoles un lugar de honor en nuestro presente. Esa herencia al margen del papeleo es el sensible legado que nos transporta a un rincón de la memoria, en el que la muerte no tiene fundamento. El recorrido por el que te invita la arqueología doméstica, en el que conforme descubres de dónde vienes también aprendes el por qué vas. 


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El Madrid que no es

0:05 Fran Ibáñez Gea 0 Comments





La última vez que estuve en Madrid era la nochevieja de 2019. En julio de aquel año dejé la capital para embarcarme en otros proyectos profesionales. Allí quedaron amigos muy queridos, celebrados amantes y una vida sin descanso ni tregua. Había tenido la suerte de compartir mi vida en aquella ciudad bajo las órdenes de la capitana Manuela, quien fue capaz de extender la ternura y afecto de sus gestos a las calles madrileñas. No todo era color de rosa, lejos de eso, Madrid se enfrentaba a la polución por una parte, y a la gentrificación por otra. De tal manera que vivir allí era la crónica de una muerte anunciada. Eso sí, el entusiasmo y las ganas te dotaban de unas dosis de adrenalina anestésica que adormilaban o empequeñecían los duros males visibles. Aún así, recuerdo que había un interés colectivo en hacer todo más amable y cercano. Era una ciudad que extrañamente acogía y te permitía perderse entre sus faldas. 

Los que hemos tenido la fortuna de vivir los estragos de la pandemia en núcleos con población más reducida, en la amplitud de los hogares, en la vía breve hacia la naturaleza, no podemos ni suponer lo que devino para los habitantes sitiados en Madrid. Acuartelados en sus barracones de alta renta, esquilmados en luz y entendimiento. Las calles pudieran haber servido de trincheras. Cada cual un "no pasarán" a los propios vecinos. En un pueblo, las mañanas de domingo son tan blandas y esparcidas que cualquiera podría recrear el confinamiento abrileño en el que nos defendimos. Pero allí, en la villa, que no conocieron sus estrellas el descanso, fue joder vilmente la marrana. 

Y después de las olas y las vacunas vuelvo a Madrid, por mero reconocimiento, por amistad infinita. Por distinguir si queda algún poso del recuerdo. Llegué en tren. En otros tiempos me hubiera visto desde el balcón con la maleta cruzar el asfalto mientras se asomaban las cariátides y relinchaban bajo la Gloria los Pegasos. Hotel Mediodía, El Brillante, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. A la diestra el Prado, como siniestra un ala roja parecía Nubel haciendo barca con Atocha de un Madrid al que subirse para dejarse navegar. La persiana, de quien me hiciera el relevo en los años, estaba subida.  En aquel momento seguía sin creer que estaba en la ciudad maldita. Donde las noticias archivaban los cadáveres unos sobre otros, apilados en el desprecio de los números. Familiares atormentados en esta fragua que no paró de repicar y achantar, dedo de muerte frío, mientras algunos seguían negando la pandemia. Filomena terminó por meter las banderillas que quedaban. Todos los árboles capados de copas. Mutilados e impedidos. Fuencarral lisiada. El verdor del Retiro cansado. A Dios gracias aún sigue en pie el ahuehuete, majestad natural que a Felipe IV de las Indias le trajeron y que de sí sombraje de siglos emana. 

Por lo demás, Madrid parecía intacto. Al turista que posa sus pies en la ciudad para atracarse de sus bellezas parecieran haberse esmerado en conseguir que todo quede en su sitio. Se ha convertido en un parque de atracciones. El eje de los museos del Prado Patrimonio de la Humanidad, el alza de hoteles de lujo con la coronación del Four Seasons en Canalejas. Restaurantes al rescate de lo perdido cobrando el cubierto o esmerado servicio. Un hervidero Madrid a la hora de la comida. No tiene un sitio. Escalada de precios por un café. Y a pesar de la grave experiencia sufrida, la feria del libro o el rastro era una maraña de rebaños convulsionando a la fricción.  

En cambio, el que mira Madrid como un felino empedernido, eriza el lomo cuando atraviesa en un barrido tiendas que no han aguantado el cerrojazo, que probablemente y sin más remedio hayan muerto. La silueta pálida de una ciudad ahogada en contaminación. Existe un trote quebrado en el ambiente, un discurso de astillas que enrarece, acobarda y se engulle aquel Madrid que viví. El hastío general de sus viandantes. La antipatía aflorada.  Fuera de eso, la ciudad quiere latir. Está en su naturaleza. No puede hacer otra cosa que bombear creatividad y seguir adelante. Con sus pesares. Amigos confiesan sentirse desubicados, que preferirían salir de la almendra, del corazón, y mudarse a la Alameda de Osuna o a la sierra. Madrid no es lo que era. Y yo los miro desde mi paz de provincias. Y me despiertan sentimientos encontrados el deterioro de la esperanza, la sonrisa mustia, el verbo mermado. Madrid que tanto significó, que fue uno más entre nosotros, ahora es un escenario decaído por donde transitar. Espero algún día recupere esa luz que lo dotó de ser el faro salvador de muchas de nuestras tormentas. 

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