Bodegón con cacharros

10:04 Fran Ibáñez Gea 0 Comments



El Museo Nacional del Prado custodia el tesoro más valioso que España tiene. La amplia colección de arte expuesta en sus salas encierra ni más ni menos que la majestuosidad que dioses y monarcas inspiraron al lienzo. Los grandes maestros de la pintura se congregan en él siendo su legado la más digna sepultura que le dieran los tiempos. Millones de personas recorren sus entrañas admirando la belleza que los siglos han congregado en este penacho del mundo sobre el que se alza España.  Una sala tímida sirve de paso a turistas y visitantes que oscilan entre Velázquez y Murillo con el pinganillo puesto, al trote del bullicio de hacer de la perfección un delicado garrafón. Allí queda quieto enconado el bodegón con cacharros de Francisco Zurbarán, a la servidumbre de su Santa Isabel de Portugal. Este lienzo es probablemente el vivo retrato de la esencia de este país. Una voz a la vista que narra desde el Lazarillo de Tormes al Don Juan de Zorrilla la firma inequívoca de nuestra costumbre.




Austero, sobrio y sereno. Estático, quieto, místico quizás. Zurbarán fue embajador del óleo sacro, y aunque estos fuesen elementos ajenos a la liturgia, sí los dotó de solemnidad, bañándolos en una luz dura, intensa y directa. No hay titubeos. No hay fallo. No nace la primavera de los jarrones, ni abundan alimentos. Es un bodegón seco, pálido. España parece pobre, yerma y oscura. Ante un telón azabache, a la sazón elegancia de los Austrias, los cacharros visten el cuadro con orden. No parecen perturbados. No se desbocan en agonía. Guardan la distancia. No yacen erguidos de sepultura, ni conservan ceniza. Tienen latido. Hay altivez. Esta es la España castellana de caminos de polvo y sombreros de ala ancha. Árida y fría. Quien creyera que los cacharros eran cotidianos se equivocaba. Ahí queda en secreto el guiño que el pasado risueño hace al presente: un bernegal de plata sobredorada en una salvilla de peltre. La alcazarra trianera de exquisita finura, anfitriona en esta presidencia de magistrales siluetas. A la derecha el búcaro de indias, de la América regalo a Sevilla llegara para exponer como trofeo en vitrina. Y otra alcazarra sobre salvilla de peltre cierra el juego de figuras que asientan el barroco español en un solo estante. Esta imagen de arte menor, guarda en sí el rostro de las Españas, de la que fuera y de esta misma. Pues en su aparente mesura, en el sosiego de sus formas, sin demostraciones grandilocuentes, sin atisbo de pesadumbre, cabe una exquisita dignidad, gloria y nobleza, que en su imperturbable discreción no parece tener que demostrar, solamente ser. Ser sin pretender, sin obedecer. Ahí queda la España que es.

Cuando Andy Warhol viajó a Madrid en enero de 1983, Luis Antonio de Villena le hizo una visita guiada a este museo. Al menos lo intentó. Subiendo la escalinata del edificio de Villanueva, le comentaba emocionado la ruta que iban a hacer para que el artista pudiera contemplar obras de Rubens, Tiziano o Goya. El americano hizo un alto antes de empezar y pidió entrar en la tienda de recuerdos. Extrañado, de Villena accedió. Caminó inspeccionando el espacio. Después de un largo rato compró una postal del bodegón de los cacharros. Cuando de Villena iba a empezar con la visita Warhol lo paró: ‘Ya he visto todo lo que quería ver’ contestó. Y por la puerta salieron sin haber cruzado mirada con las majas o las gracias. Si Estados Unidos se había convertido en un icono pop con cuerpo de una lata de sopa Campbell, al otro lado del charco, por donde surcan el Ebro y el Guadalquivir, es el bodegón español el que sin nadie a quien pintar ni historia inventada, pone rostro a todo un país, que si para el desconocido es mendicidad, para el que bien conoce todo es grandeza.

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