Bodegón con cacharros
El Museo Nacional del Prado custodia el tesoro más valioso
que España tiene. La amplia colección de arte expuesta en sus salas encierra ni
más ni menos que la majestuosidad que dioses y monarcas inspiraron al lienzo.
Los grandes maestros de la pintura se congregan en él siendo su legado la más
digna sepultura que le dieran los tiempos. Millones de personas recorren sus
entrañas admirando la belleza que los siglos han congregado en este penacho del
mundo sobre el que se alza España. Una
sala tímida sirve de paso a turistas y visitantes que oscilan entre Velázquez y
Murillo con el pinganillo puesto, al trote del bullicio de hacer de la
perfección un delicado garrafón. Allí queda quieto enconado el bodegón con
cacharros de Francisco Zurbarán, a la servidumbre de su Santa Isabel de
Portugal. Este lienzo es probablemente el vivo retrato de la esencia de este
país. Una voz a la vista que narra desde el Lazarillo de Tormes al Don Juan de
Zorrilla la firma inequívoca de nuestra costumbre.
Austero, sobrio y sereno. Estático, quieto, místico quizás.
Zurbarán fue embajador del óleo sacro, y aunque estos fuesen elementos ajenos a
la liturgia, sí los dotó de solemnidad, bañándolos en una luz dura, intensa y
directa. No hay titubeos. No hay fallo. No nace la primavera de los jarrones,
ni abundan alimentos. Es un bodegón seco, pálido. España parece pobre, yerma y
oscura. Ante un telón azabache, a la sazón elegancia de los Austrias, los cacharros
visten el cuadro con orden. No parecen perturbados. No se desbocan en agonía.
Guardan la distancia. No yacen erguidos de sepultura, ni conservan ceniza.
Tienen latido. Hay altivez. Esta es la España castellana de caminos de polvo y sombreros
de ala ancha. Árida y fría. Quien creyera que los cacharros eran cotidianos se
equivocaba. Ahí queda en secreto el guiño que el pasado risueño hace al
presente: un bernegal de plata sobredorada en una salvilla de peltre. La
alcazarra trianera de exquisita finura, anfitriona en esta presidencia de
magistrales siluetas. A la derecha el búcaro de indias, de la América regalo a Sevilla
llegara para exponer como trofeo en vitrina. Y otra alcazarra sobre salvilla de
peltre cierra el juego de figuras que asientan el barroco español en un solo
estante. Esta imagen de arte menor, guarda en sí el rostro de las Españas, de
la que fuera y de esta misma. Pues en su aparente mesura, en el sosiego de sus
formas, sin demostraciones grandilocuentes, sin atisbo de pesadumbre, cabe una
exquisita dignidad, gloria y nobleza, que en su imperturbable discreción no
parece tener que demostrar, solamente ser. Ser sin pretender, sin obedecer. Ahí
queda la España
que es.
Cuando Andy Warhol viajó a Madrid en enero de 1983, Luis
Antonio de Villena le hizo una visita guiada a este museo. Al menos lo intentó.
Subiendo la escalinata del edificio de Villanueva, le comentaba emocionado la
ruta que iban a hacer para que el artista pudiera contemplar obras de Rubens,
Tiziano o Goya. El americano hizo un alto antes de empezar y pidió entrar en la
tienda de recuerdos. Extrañado, de Villena accedió. Caminó inspeccionando el
espacio. Después de un largo rato compró una postal del bodegón de los
cacharros. Cuando de Villena iba a empezar con la visita Warhol lo paró: ‘Ya he
visto todo lo que quería ver’ contestó. Y por la puerta salieron sin haber
cruzado mirada con las majas o las gracias. Si Estados Unidos se había
convertido en un icono pop con cuerpo de una lata de sopa Campbell, al otro
lado del charco, por donde surcan el Ebro y el Guadalquivir, es el bodegón español
el que sin nadie a quien pintar ni historia inventada, pone rostro a todo un
país, que si para el desconocido es mendicidad, para el que bien conoce todo es
grandeza.
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