El Guadix de Merrill Mclane

9:09 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

A Merrill Mclaren, inmerso en unos estudios de antropología por The American University,  le sugirieron un proyecto desafiante que consistía en averiguar el motivo por el cual la etnia gitana, en sus quinientos años de presencia en España, no se había integrado -asimilado culturalmente- a la sociedad como otras minorías (judíos y moros)*. La pista del lugar donde hallar la respuesta la ofrece una reseña, cuarenta años antes escrita por el irlandés Walter Starkie, quien en su obra Don Gitano (1936) apunta que no podría ser otro este enclave que Guadix, cuyo barrio de cuevas, a modo de gueto, albergaba aún con absoluto esplendor la vitalidad de esta comunidad. 

Bajo esta misión en el brazo, Merrill llegó a la ciudad en la década de 1970. Se alojó en el Hotel Comercio, tomando tantas notas de la impresión que le causó este lugar que le ocupó el primer capítulo de su libro East from Granada (Al este de Granada). No podía ser otra la bienvenida y el recibimiento. Hubieron de esperar a que un parsimonioso carro tirado por dos mulos se apartara para entrar por la puerta: "el diminuto recibidor, desierto a excepción de numerosas moscas, estaba amueblado con cinco o seis sillas y dos mesas, en una de la cual había una pila de revistas y el Ideal del día. Además de dos jaulas con canarios". La ternura que impregna al americano de este lugar es tal que pasa del asombro a la adoración en los días que se hospeda. Se le confiesa que ese aspecto de capa caída se debe a la fugaz edad dorada en la que los comerciantes hacían de aquellas salas sus embajadas para los negocios previstos en la ciudad. En cambio, fueron esos días en los que Guadix se mostraba tan primitiva como genuina. La decadencia se disponía sobre la recordada Huerta de los Lao (San Eduardo) o en la prístina ermita de San Sebastián, en la que Merrill apostó que para este siglo no seguiría en pie, y contra fortuito pronóstico no se cumplió. El mercado del sábado fue otro de los atractivos que más influyeron en el retrato vívido que se iba haciendo sobre la ciudad, a galope de los caballos allí presentados, con su coro de vendedores, sus olores y variopintas personalidades. 

Sin lugar a dudas, la arteria principal y la orquesta que sonaba en aquel centro neurálgico era la calle Ancha. El Dólar con Don Florián; Antonio, el zapatero (aún no era el Chato el doce); y El primero de abril con Pepe Falco, quien será anfitrión y guía por excelencia. Sobre este respecto, Merrill hace un inciso en el que comenta que en Guadix, como en otras ciudades, después de 1939, por simpatizar con el régimen, calles y tiendas cambian de nombre (Falco recibió el traspaso de la librería Primero de Abril de una franquista, en la entonces calle Jose Antonio). Merrill es llevado a su destino, las cuevas, quien habla con los gitanos, llegando a que Ramón de la Toñica y conociendo a sus parroquianos. Simpatiza y le fascina el denso aire de fraternidad que orbita entre ellos, sus historias y sus expresiones. Algunas palabras en romaní incluidas en su dialecto. No queda exento de conocer alguna trifulca o contencioso latente entre calés. Se comenta el Cascamorras, le entusiasma abiertamente la gastronomía, así como la "mesa camilia"**. 

Visitan otras localidades como Cortes y Graena, Hernán Valle, Huélago, Fonelas, Baza, Benalúa, hasta encontrarse con la romería de San Torcuato en Face Retama. Excursiones sucesivas por los alrededores, la subida a la rambla Baza, hasta la Cueva del Monje -bajo una experiencia mística en el arrebol accitano, en custodia del poeta-kiosquero José López- o a ver los perros ahorcados cerca del cementerio, a los que dedica otro capítulo de su libro. Este episodio, cotidianeidad en aquellos tiempos, era un trágico modus operandi que no se correspondía con la generalidad y el cuidado que se tenía con los animales propios, pues es un tema que causaba controversia y terror por los dueños. Merrill afirmaba que "algunos habían estado allí por mucho tiempo, y en el seco aire andaluz se habían momificado". Esto también era Guadix, que no empaña la imagen que Merrill había reposado sobre el carácter y personalidad de la hoya. Así, trabó gran amistad con muchos de sus acompañantes, creando un recuerdo profundo para este recóndito lugar, un Comala o Macondo, que traspasa y conmueve. 








Estas fotografías pertenecen a su libro East from Granada, y fueron tomadas por él mismo. 

*This came about after I had retired from the Federal government and was doing graduate work at American University in anthropology. The faculty suggested that a challenging project would be to try to find out how the Gypsies had avoided assimilation during their five hundred year's stay, outlasting Jews and Moors. 

** One cool evening they introduced me to the mesa de camilia (brazier or fire box) placed under the table in the living room to warm the bodies of the ones sitting aroung the table. The heat was retrained by a heavy tablecloth that fell to the floor. Years before, they used charcoal, placing slices of lemon or lavender on the charcoal to give it a pleasant odor. 

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La memoria de la tierra

20:38 Fran Ibáñez Gea 2 Comments

 

A un paso de la Estación de ferrocarriles de Guadix, siguiendo la hilera de traviesas que hilvana la vía, se llega a un emplazamiento transitado por ciclistas y senderistas. Desde allí se divisa la ciudad entera y su entorno, sirviéndole de fortaleza los escarpados barrancos arcillosos muy enaltecidos en el marciano paisaje. Este lugar a la deriva del mapa es bien conocido por los oriundos accitanos, pues la brújula se encalla por la Cueva del monje, la ermita del Humilladero y el cerro del Diente y la muela, cada cual más arraigado en la tradición popular. El arqueólogo Antonio Reyes acotó el misticismo del dichoso eremita mozárabe habitante de esta oquedad, aunque como todo aquello que aun breve es infinito, sigue siendo tan enigmático como la cara oculta de la luna; en la modesta ermita sobre el altozano, existe el mito de que los Reyes Católicos recibieron las llaves de la ciudad, entregadas por El Zagal, tío de Boabdil; y la colina dentada, divisada y reconocida por su silueta, podría tratarse de una suerte de animal mitológico fosilizado en la cárcava, que aporta la dominante a este acorde cautivo. 

Varada en el medio de este recóndito paraje se encuentra una cueva, hoy vandalizada y abandonada. Y para que quede constancia, abogaré, en el subterfugio del recuerdo, para rescatarla del anonimato. Cuando la guerra civil comenzó, la ya citada barriada de la Estación de Guadix fue un punto irremediablemente perjudicado en la contienda. Por una parte, fueron los ferroviarios junto con los mineros del marquesado los que evitaron la caída de la ciudad ante el golpe nacional; y en segundo lugar, su emplazamiento lo convertían en un nudo estratégico para albergar y abastecer a la región. En aquel tiempo fue destacado mi bisabuelo Francisco Ibáñez Capel, natural de Huércal de Almería, como jefe de dicha estación. Junto con su familia (su mujer Josefa, y sus hijos José, Bartolomé, Julia y Pepita) conoció la asiduidad de los bombardeos y el trémolo de metralletas de uno y otro bando: la intencionada lluvia de balas de la aviación fascista y las perdidas de la defensa desde la barbacana. Recuerdan aún cómo las ventanas eran tapiadas en zafarrancho con los colchones de lana para vetar el paso de los proyectiles. Ante esta situación es natural que aún se conserve el refugio antiaéreo (1937) que se hizo en la plaza del esparto, anexo a la propia estación para guarecer a los vecinos. 

Era entonces necesario un lugar seguro y cercano donde resguardarse. Al otro margen de la rambla de Baza, siguiendo el surco de balasto, dieron con un tímido otero que les salvó la vida. Padre e hijos se pusieron a horadarlo con gran esfuerzo y sacrificio, convirtiendo aquel trazo yermo en habitable. La tierra les fue refugio aquellos meses ásperos y cruentos. De esta forma, podría seguir desempeñando sus funciones y exigencias del cargo, acudiendo ante los avisos de bombardeos o al final de su jornada a un lugar donde su familia, y él mismo, se encontrase a salvo de las esquirlas. Guadix y sus cuevas han sido foco de atención para los forasteros que maravillados observan el trogloditismo del paisaje. Éstas son una parte inexcusable, auténtica y esencial del carácter de la ciudad, pues han dado escenario vivo a historias interminables. 

Con el fin y la esperanza de que este lugar quede amparado y protegido, unido a la red de refugios de la guerra civil que atesora Guadix. Testimonio de la lucha por la supervivencia en aras de la libertad y la fraternidad, el valor de un pueblo unido. La fragua del consuelo de tantos y tantos que aprisa acudían a estas moradas sin conocer si después de aquello aún quedaba algo de sol en sus días. En el estupor que causa aún hoy el llanto abatido, la sangre esparcida de los cuerpos desiertos. Por la desolación que brota la estéril guerra: no evadamos la memoria que aún nos queda, y sigamos honrando el legado de aquellos que rindieron cuentas al tiempo por el que les tocó cumplir. 


Estación de Ferrocarriles de Guadix (1912)

Fabert, A (1910) Vistas del barrio de la Estación de Ferrocarriles de Guadix junto a la Azucarera San Torcuato. Desde la torre de la catedral, carretera de Murcia. 

Bombardeos en la Estación de Ferrocarriles (1937)

Francisco Ibáñez Capel, jefe de estación durante la guerra civil

Josefa Navarro Abad, esposa de F. Ibáñez Capel

Fotografía nupcial Francisco Ibáñez Capel y Josefa Navarro Abad (17 de noviembre 1920) Coloreada posteriormente. 

Pepita, Julia, Bartolomé y José Ibáñez Navarro (1932)

Familia Ibáñez Navarro (1932)


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La Rusia que queda

9:01 Fran Ibáñez Gea 2 Comments

La guerra rusa en Ucrania ha vuelto a posicionar en dos bloques al mundo. Repulsas, sanciones y condenas mutuas van zigzagueando al son de una herida abierta cuyo trazo es reconocido por su antigüedad. Aunque los embargos y sanciones económicas son muchas y variadas, decisiones que condicionarán y mucho la geoestrategia global futura, es la cultura la que vuelve a ser el termostato que avisa del calor de esta hoguera. 

Entre las primeras condenas a la invasión, hubo personalidades rusas que dejaron sus cargos en instituciones públicas en repulsa por esto (la primera bailarina del Bolshoi, Olga Smirnova; también su director principal, Tugan Shokiev; o la directora del teatro estatal de Moscú, Yelena Kovalskaya) . Occidente vetó de Eurovisión, los Juegos Olímpicos y del Mundial a Rusia, para que su visibilidad sea nula extramuros. Todos los comercios internacionales echaron la persiana e incluso Suiza, que había sido neutral en dos guerras mundiales, congeló las cuentas que en sus bancos había de la corte Putina. A este revés colectivo se suma la ley que Rusia introdujo sobre periodismo en el que se prohibía difamar al ejército y cuestionar la invasión, lo que impulsó una ola de renuncias de periodistas. Queda un sólo camino para el pueblo ruso, ajeno a ser testigos de las matanzas y bombardeos acaecidas sobre Ucrania, mientras son panfletados de la fuerza y honor de la madre patria. Un muro aún franqueable está germinando entre unos y nosotros. 

Si bien Moscú tenía cedidos un retrato de Carlos V de Pantoja de la Cruz (Museo del Prado) y armaduras suyas (Real Armería, Patrimonio Nacional) para una exposición en los Museos del Kremlin, éstas están en vías de devolución, afortunadamente. Así, Rusia también ha exigido la repatriación de un centenar de cuadros prestados a Italia. El arte y su hermanamiento, los discursos y diálogos que nacen a través de la pintura, está siendo fragmentado. Por el momento el museo ruso de Málaga, franquicia de San Petersburgo, quedará desierto. No habrá renovación de una nueva exposición. Eso significa que todo el esfuerzo que el ayuntamiento ha invertido durante estas dos últimas décadas para convertir la ciudad en un exponente cultural, se vea amputado y al margen de decisiones propias. 

Si esto sigue así, las representaciones del Lago de los Cisnes o El cascanueces de Tchaikovsky serán también parte del ostracismo, o ensordecer a Stravinski o Shostakovich , a pesar de su inquietante belleza; no se podrán hacer conferencias o congresos que incluyan a Dostoyevski, Pushkin, Nabokov, Tolstoi o Chéjov. La lengua rusa en repudio. Afortunadamente buena parte de los pintores de escuela rusa son ucranianos: Aivazovsky, Malevich, Repin. Decir de las obras de Prymachenko, una de las grandes pintoras naif, custodiadas en un museo ucraniano fueron destruidas en un bombardeo. Aún queda un margen a la esperanza, en el que tras el delirio enfermizo de la guerra vuelvan las aguas a su cauce y el mundo procure entenderse, para seguir siendo un lugar colectivo donde mostrar lo mejor de nosotros mismos. 

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La era de los balcones

8:49 Fran Ibáñez Gea 1 Comments


 Cuando marzo camina hacia su equinoccio, me asalta el recuerdo de un tiempo en el que los hogares y la vista de una sola calle eran todo el mundo físico que percibíamos. Cuando ir a comprar lo imprescindible se debía ir solo y parecía ser causa de riesgo mortal. Y no olvidar el ticket, pues servía de salvoconducto si te preguntaban el motivo de tu salida. Regresar restregando en un trapo húmedo para limpiar cada producto, después de quitarnos zapatos, mascarilla y dejar la ropa con la que salimos en la entradita. Bajar al tranco era un simulacro de estar en la luna. En aquellos largos días percibimos la calma en plena tensión por echarle un pulso a una muerte invisible, que por una minúscula desatención parecía penetrar en ti y pasarte factura. 

Los hogares conformaron nuestros mejores barracones. Mientras los laboratorios y los hospitales estaban en la primera fila de la guerra, indagando la vacuna de la salvación, los medios daban el parte de decesos e infectados, incubándonos una neurosis crónica. Un Fernando Simón perenne. El ejército se desplegó para desinfectar calles, plazas y parques, que quedaron desalojados de niños. Las playas se cerraron. El resto estábamos manteniendo nuestros niveles de civismo y humanidad con altas dosis de cultura. Extensible puede ser a esta realidad aquella frase de Ana María Matute: "la literatura es el faro salvador de muchas de mis tormentas". Volvimos a darnos tiempo para ver cine, series, escuchar música y podcast, hacer ejercicio en casa, seguir a coaches e influencers que nos entretuvieran; optamos por encontrar nuestra hora para la meditación y probar el yoga. Seguimos desarrollando habilidades creativas y culinarias. La gente hacía pan. La capa de ozono se curó. "Quédate en casa" recordaban. De pronto, pasamos revista a nuestra agenda de amigos y conocidos, y optamos por escribirles y llamarles. Nos veíamos a través de la pantalla más que nunca. Era la era de los balcones

Pero poco a poco se iba gestando una fobia al tocarnos, al dejar que el aire corra ampliamente entre nosotros. A almohadillar nuestra soledad y engalanarla de refugio. Había quien disentía, y en ese esfuerzo de rebeldía mal llevada, la conclusión se traducía en más cifras de infectados y encamados. Se trapicheaba por todos lados. Para cuando optaron por dejarnos libres por turnos, ya había cuajado la primavera. Si las iglesias debían estar vacías, sus plazuelas estaban llenas de cantos en aquel mayo de flores a la virgen. 

Todo eso lo vivimos, por escrupulosa unanimidad. Ahora, dos años después y tres dosis de vacuna en sangre, parece que nos deshicimos del engorro de las cuarentenas, que declaramos el fin de la pandemia, que la mascarilla cumple un protocolo obsoleto. Un resquicio de nuestros miedos por la que todavía no queremos desprendernos. Transportes llenos, discotecas hasta la bandera. Terrazas y bares con el aforo completo. Por fuerza de naturaleza, hemos regresado a hacer vida, pero con esa espinita honda clavada en el alma, que si nadie -salvo las familias y contados amigos- se acuerda de la larga lista de fallecimientos, va en nuestra memoria colectiva el percibir esto como un mundo raro donde una sombra alargada no termina de dejarnos disfrutar del sol. 

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