La era de los balcones

8:49 Fran Ibáñez Gea 1 Comments


 Cuando marzo camina hacia su equinoccio, me asalta el recuerdo de un tiempo en el que los hogares y la vista de una sola calle eran todo el mundo físico que percibíamos. Cuando ir a comprar lo imprescindible se debía ir solo y parecía ser causa de riesgo mortal. Y no olvidar el ticket, pues servía de salvoconducto si te preguntaban el motivo de tu salida. Regresar restregando en un trapo húmedo para limpiar cada producto, después de quitarnos zapatos, mascarilla y dejar la ropa con la que salimos en la entradita. Bajar al tranco era un simulacro de estar en la luna. En aquellos largos días percibimos la calma en plena tensión por echarle un pulso a una muerte invisible, que por una minúscula desatención parecía penetrar en ti y pasarte factura. 

Los hogares conformaron nuestros mejores barracones. Mientras los laboratorios y los hospitales estaban en la primera fila de la guerra, indagando la vacuna de la salvación, los medios daban el parte de decesos e infectados, incubándonos una neurosis crónica. Un Fernando Simón perenne. El ejército se desplegó para desinfectar calles, plazas y parques, que quedaron desalojados de niños. Las playas se cerraron. El resto estábamos manteniendo nuestros niveles de civismo y humanidad con altas dosis de cultura. Extensible puede ser a esta realidad aquella frase de Ana María Matute: "la literatura es el faro salvador de muchas de mis tormentas". Volvimos a darnos tiempo para ver cine, series, escuchar música y podcast, hacer ejercicio en casa, seguir a coaches e influencers que nos entretuvieran; optamos por encontrar nuestra hora para la meditación y probar el yoga. Seguimos desarrollando habilidades creativas y culinarias. La gente hacía pan. La capa de ozono se curó. "Quédate en casa" recordaban. De pronto, pasamos revista a nuestra agenda de amigos y conocidos, y optamos por escribirles y llamarles. Nos veíamos a través de la pantalla más que nunca. Era la era de los balcones

Pero poco a poco se iba gestando una fobia al tocarnos, al dejar que el aire corra ampliamente entre nosotros. A almohadillar nuestra soledad y engalanarla de refugio. Había quien disentía, y en ese esfuerzo de rebeldía mal llevada, la conclusión se traducía en más cifras de infectados y encamados. Se trapicheaba por todos lados. Para cuando optaron por dejarnos libres por turnos, ya había cuajado la primavera. Si las iglesias debían estar vacías, sus plazuelas estaban llenas de cantos en aquel mayo de flores a la virgen. 

Todo eso lo vivimos, por escrupulosa unanimidad. Ahora, dos años después y tres dosis de vacuna en sangre, parece que nos deshicimos del engorro de las cuarentenas, que declaramos el fin de la pandemia, que la mascarilla cumple un protocolo obsoleto. Un resquicio de nuestros miedos por la que todavía no queremos desprendernos. Transportes llenos, discotecas hasta la bandera. Terrazas y bares con el aforo completo. Por fuerza de naturaleza, hemos regresado a hacer vida, pero con esa espinita honda clavada en el alma, que si nadie -salvo las familias y contados amigos- se acuerda de la larga lista de fallecimientos, va en nuestra memoria colectiva el percibir esto como un mundo raro donde una sombra alargada no termina de dejarnos disfrutar del sol. 

1 comentario: