Federico García Lorca: lorquesco y lorquiano

21:34 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 

La universalidad de Lorca no tiene sombra. A pesar de su repercusión y de lo que al público de a pie le consta sobre el poeta, los estudiosos de calle se acuartelan en la trilogía del campo, castrando la producción teatral de nuestro infinito Federico. 

Bodas de sangre, Yerma y La Casa de Bernarda Alba son obras populares que han sido incluidas en los libros de colegio como parte de la literatura española obligatoria a saber, de manera elemental, pues su presencia se extiende incluso en los programas de los teatros más humildes. Son nombres que indudablemente dirigen su escenario hacia una única persona: García Lorca. Entonces es cuando prolifera el germen de lo lorquiano, en compañía de su poesía. Una España rural y auténticamente salvaje. Indómita e inmisericorde. Abominablemente sacrílega para con la libertad y los aires de cambio. Impertérrita y flagrante en sus convicciones. "No halla fuera del bien centro y reposo". El honor es una soga que cayera de las estrellas y condenara a todas las palomas en las que tome cuerpo el espíritu santo. Es un espacio ancestral que converge en amargor por la corteza verde. 

A este panorama lorquiano se suman por convicción propia dos damas que son granadinas de respeto y aplauso esmerado. En primer lugar y sin necesidad de mayor presentación, Marianita Pineda. Quien "bordara en la bandera de la libertad el amor más grande de su vida" ha creado una conexión tan aterradoramente íntima con su creador, cuya coincidencia en sus muertes presagian un duelo eterno en las dos Granadas, con casi la certeza de un siglo entre un ocaso y otro. En segundo lugar, y no menos importante, Doña Rosita la soltera, cuyo lenguaje de las flores impregna de primavera y dota del susurro siempre amable el surtidor de su fuentecilla y el candor del invernadero de aquel carmen donde el tiempo decidió parar y pasar de pronto, de buenas a primeras, en un instante. 

Pero lo Lorca no nació en un segundo. Su teatro fue un diálogo constante con él mismo. Un paseo entre personajes que emanaban de la fértil tierra, de su Fuentevaqueros. De aquel cortijal de Daimuz, y de la Huerta de San Vicente. Los dramas lorquianos tienen rostro humano porque huelen: es una mujer con mandil manchado de naranja cocinando en la lumbre; es un torrente de acequia serpenteando entre campos llenos de rocío; una puerta del corral entreabierta y unos pimientos secándose al sol. La ropa tendida sobre el romero en flor. Un mortero y dos ramas de canela. Lejos del pesar y de la tragedia subyace lo lorquesco, la faceta con gracejo que cabalga con trote amable entre la ironía y el juguete. Se elevan como torres la Zapaterita prodigiosa; Belisa en su jardín y el amor de Don Perlimplín; los títeres de Cachiporra con Rosita y el retablillo de Don Cristóbal. Una marabunta de comicidad que condimenta y sala la media luna granadina. Paseando en bicicleta Buster Keaton. Una sodoma esbozada; la plantilla de la Casa de maternidad. Una niña regando la albahaca y su príncipe preguntón: "¿Cuántas hojitas tiene la mata? ¿Cuántas estrellas el cielo? ¿Cuántos besos le diste al uvatero?" Y entreabre el telón Lola la comedianta. Aparecen las Curianitas, que aunque perdidas vagando en el anonimato del fracaso, del maleficio de la mariposa emanan. Chisporrotean los cantares de la vega de Granada. Lo lorquesco siempre está acompañado con el soniquete de una guitarra mientras lo lorquiano lo acompasa una remota campana. 

Y si por más pudiéramos añadir, Público y Así pasen cinco años se incorporan para cerrar filas a un repertorio sinfónico sinigual. A un repaso recontado y muy modesto de lo que Federico parió con sus manos. Hasta el último minuto de su vida, en la tórrida Granada del julio de la guerra, donde se iban tejiendo los Sueños de mi prima Aurelia, para poner una guinda final, discreta pero apetitosa, inacabada...porque no podía tener fin algo que sencillamente estaba empezando a crecer. 


MUJER - ¡Ay qué primor de niño! En mi pueblo no hay ninguno así ¿Cómo te llamas, hijo?
AURELIA - Díselo
CLORINDA - Anda
NIÑO - ¿Pero si te lo digo te vas?
MUJER - ¡Ay qué gracia!
AURELIA - ¡Anda! ¿Cómo te llamas?
NIÑO - Me llamo Federico García Lorca. 


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El lujo de la cotidianeidad

10:15 Fran Ibáñez Gea 0 Comments



En invierno acudo a mi liturgia del café al sol en la primera hora de la tarde. En la plaza porticada de las palomas, a resguardo del viento hostil de la sierra, el astro arroja su favor a todos los parroquianos que nos tomamos algún momento para eludir el frío que nos apresa. En cualquier caso, cuando la sombra se alarga hasta cubrirnos, llega el momento de pagar. Y siempre, a pesar de ir -casi- todos los días, pregunto por cuánto cuesta. Un día la camarera me respondió que "la cuantía no varía, a menos que suba el precio de la leche, porque el del café siempre es el mismo". 

Aquello llamó mi atención, pues es cierto que como consumidores confiados no reparamos en el coste de productos básicos como la sal, la harina, el azúcar o la leche. Un amigo -que vive en la capital- me comentaba que había notado la subida del carro de la compra, en comparación con un par de años. Que la fruta se había convertido en un bien gourmet y que la pescadería era como la joyería del frigorífico, con el kilo a pescado a precio de oro -siempre y cuando quisiera que fuera fresco y no congelado-. Entonces en aquella conversación recordé que en el centro de Madrid no hay panaderías, que para comprar una barra tendría que ser de panificadora ultraprocesada y recalentada de supermercado. Eso sí, entonces surgieron tiendas de masa-madre gallega donde el precio iba en consonancia con el mimo y calidad de la hogaza. Ni que decir tiene que allí la gente puede hacer cola de diez minutos por comprar pan a cuatro euros. De hecho me comentaban que ellos compran el pan en fin de semana, como si fuese un capricho. Yo le dije que eso es lo que hacemos aquí nosotros con las docenas de pasteles. 

Entonces recuerdo cuando mi abuelo cambió un laúd por un pan de centeno en la posguerra. Y poco a poco se desdibujan las barreras de la dignidad y la necesidad, con el lujo y lo prohibitivo. Pero no se arrincona esta deslucida osadía a la alimentación. El mercado más extraordinariamente desorbitado lo contemplan las floristerías. Comprar una maceta en Madrid es un atrevimiento. Un balcón de pueblo prendido de geraneos, pilistras y claveles reventones es una mina de oro cotizada accesible a un vecino del barrio de Salamanca. Y es que en ese despiste por no valorar lo básico se ha convertido a fuerza de inadvertencia en algo caprichoso. Ahora se puede regalar un pan a alguien para un cumpleaños, e incluso sabiendo que habrá garantía de agradecimiento. Que esa broma no trascienda del kilómetro cero. Que en el resto, provinciano y remoto paisaje español, aún no se acerque ese atropello con ganzúas y descaro. Que le echen semillas, alpiste, uvas pasas si quieren. Que le den las vueltas que quieran a la masa. Pero dejad la barra quieta a veinte duros, por dios. Que no haga falta otro Miguel Hernández que renueve los versos de las nanas de la cebolla. 


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