El lujo de la cotidianeidad

10:15 Fran Ibáñez Gea 0 Comments



En invierno acudo a mi liturgia del café al sol en la primera hora de la tarde. En la plaza porticada de las palomas, a resguardo del viento hostil de la sierra, el astro arroja su favor a todos los parroquianos que nos tomamos algún momento para eludir el frío que nos apresa. En cualquier caso, cuando la sombra se alarga hasta cubrirnos, llega el momento de pagar. Y siempre, a pesar de ir -casi- todos los días, pregunto por cuánto cuesta. Un día la camarera me respondió que "la cuantía no varía, a menos que suba el precio de la leche, porque el del café siempre es el mismo". 

Aquello llamó mi atención, pues es cierto que como consumidores confiados no reparamos en el coste de productos básicos como la sal, la harina, el azúcar o la leche. Un amigo -que vive en la capital- me comentaba que había notado la subida del carro de la compra, en comparación con un par de años. Que la fruta se había convertido en un bien gourmet y que la pescadería era como la joyería del frigorífico, con el kilo a pescado a precio de oro -siempre y cuando quisiera que fuera fresco y no congelado-. Entonces en aquella conversación recordé que en el centro de Madrid no hay panaderías, que para comprar una barra tendría que ser de panificadora ultraprocesada y recalentada de supermercado. Eso sí, entonces surgieron tiendas de masa-madre gallega donde el precio iba en consonancia con el mimo y calidad de la hogaza. Ni que decir tiene que allí la gente puede hacer cola de diez minutos por comprar pan a cuatro euros. De hecho me comentaban que ellos compran el pan en fin de semana, como si fuese un capricho. Yo le dije que eso es lo que hacemos aquí nosotros con las docenas de pasteles. 

Entonces recuerdo cuando mi abuelo cambió un laúd por un pan de centeno en la posguerra. Y poco a poco se desdibujan las barreras de la dignidad y la necesidad, con el lujo y lo prohibitivo. Pero no se arrincona esta deslucida osadía a la alimentación. El mercado más extraordinariamente desorbitado lo contemplan las floristerías. Comprar una maceta en Madrid es un atrevimiento. Un balcón de pueblo prendido de geraneos, pilistras y claveles reventones es una mina de oro cotizada accesible a un vecino del barrio de Salamanca. Y es que en ese despiste por no valorar lo básico se ha convertido a fuerza de inadvertencia en algo caprichoso. Ahora se puede regalar un pan a alguien para un cumpleaños, e incluso sabiendo que habrá garantía de agradecimiento. Que esa broma no trascienda del kilómetro cero. Que en el resto, provinciano y remoto paisaje español, aún no se acerque ese atropello con ganzúas y descaro. Que le echen semillas, alpiste, uvas pasas si quieren. Que le den las vueltas que quieran a la masa. Pero dejad la barra quieta a veinte duros, por dios. Que no haga falta otro Miguel Hernández que renueve los versos de las nanas de la cebolla. 


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