Yves

9:20 Fran Ibáñez Gea 0 Comments


Yves nació bajo la protección del signo de Leo. Sus vivencias de niñez fueron cúmulo a los recuerdos de Orán que la guerra no pudo llevarse, por eso Marrakech ocupó un lugar de libertad en su corazón, porque en ella respiraba todo el pasado que no podía recuperar. Las olas de arena que componían el rojo desierto bañadas en el mediterráneo se ondulaban como una sola musa o tótem estético que lo guiaría por siempre. Aquel aire fraguó a Yves Saint Laurent.






Con veintiún años, como director artístico avivó la llama y legado que había dejado Christian Dior, liderando una de las firmas de alta costura más prestigiosas del mundo. Aquello, para un provinciano argelino que aterrizaba en París con los mismos honores que los borbones en la época dorada de Versalles, fue el punto de inflexión que alimentó una figura, cuya forma y peso se harían insostenibles hasta para él mismo. La exigencia subrayaba la perfección. Un ritmo insaciable que lo acabaría devorando. Pero el maestro volvía a renacer entre sus cenizas. Ya se preocupaba Pierre Bergé de que así fuera. Fueron una pareja que sólo triunfaron en lo profesional, pues en lo personal un huracán interpuso las normas que curtirían sus afectos. Eran los años sesenta. Bergé, que había tenido contacto con el dinero y la inversión, jugó a sacar de la nada una de las firmas que hoy se alzan en la cúpula de la alta costura. Saint Laurent nació gracias a un grupo de amigos. Victoire, modelo fetiche y amiga íntima se encargó de hacer llegar al público la leyenda en la que Yves se había convertido. En los talleres el silencio imperaba cuando el modista aparecía. Casi era recibido con una reverencia. Era una total admiración en la que caían cada vez que el joven delgado de gafas anchas con bata blanca se dejaba ver. Las grandes inversiones de financiación llegaban y la firma se consolidaba. No había marcha atrás: el imperio podía comer en la misma mesa que los celebérrimos Chanel o Balenciaga. Las clientas demostraban su lealtad en cada temporada. No dudaban en dejarse vestir por Yves. Era atrevido, buscaba la vanguardia. Sabía distinguirse.

Mayo del sesenta y ocho fue la consecuencia al fin de una edad de posguerra. Se instauró el prêt-à-porter. Balenciaga se negó y viendo que los tiempos acompañaban faltos de glamour y elegancia se retiró. Los jóvenes como Cardin o Gaultier aprovecharon la oportunidad para hacerse con la industria. Yves Saint Laurent no podía quedarse atrás y abrazó de buen grado lo que sería un mercado exitoso. Pero la factura cobró un tremendo desgaste. Yves ya había cambiado por completo. Sus amigos habían sido demasiado permisivos con su ego de infancia. Era un santo laureado que no paraba de pecar. Loulou, Nureyev y Warhol fueron parte de esas amigas peligrosas. A Yves le sentaba como un guante ser un enfant terrible: whisky, cocaína y tranquilizantes eran una dieta diaria que lo envejecieron estrepitosamente. Había que buscar inspiración al precio que fuera. Con cuarenta años el maestro no tenía un pulso firme. Amigos de su juventud como habían sido Lagerferd culparon a su camarilla de aislarlo y consentirlo. Bergé fue un protector que se ceñía a resguardar los números. Los desencuentros y desengaños de un amor mal cuidado lo condujeron a saber dónde estaban las prioridades en aquella amistad. Cómo paliar los estragos e infortunios que se cocinaban en el taller mientras se mostraba una impoluta cara al público, lanzando la línea de perfúmenes que los posicionase en las alturas.

Del Yves tímido, risueño y ambicioso que se coronó en la casa Dior sólo quedaba una de lo tercero algo mustio y desgastado. Era su cárcel de oro. Él sólo quería crear. Esa era su vida. Anne-Marie fue su otro gran apoyo en la casa. Bergé deseaba codearse con el renombre, con lustre. Se hizo amigo de Mitterrand para estar cerca del poder. El día que murió el maestro, enterraron a una leyenda, orquestado por el que había sido su compañero y hacía unos meses también marido para afianzar y asegurar el legado. Las primeras filas del sepelio fueron ocupadas por altas instituciones. De amigos fueron invitados sólo unos pocos. Nada que ver con el de Versace, de farándula y famoseo. Bergé hizo gala de sus redes y de su carisma. Aprovechó el funeral para ser homenajeado. Puso la última piedra al trabajo de su vida. Esa fue la vida de un genio cuyas cenizas fueron esparcidas al botánico de Marrakech, la única tierra que lo vio feliz y lo dejó descansar.


Una década sin ti.


Fran Ibáñez Gea

0 comentarios:

Brujas

16:55 Fran Ibáñez Gea 0 Comments






Brujas es una de las ciudades más atractivas de Bélgica, habiendo recibido por ello ser Patrimonio de la Humanidad. Y es que su morfología urbana escapa al futuro. Vive en un pasado que se hace presente. Teletransporta al visitante siglos atrás, a época medieval. Su casco histórico reconstruido con exactitud tras los estragos de la segunda guerra mundial juega a ser un parque temático con un esqueleto pintoresco, pero al que no se le puede encontrar una identidad: no puedes creer que la gente viva allí, pues sólo hay chocolaterías y sexshops como comercios. Los brujenses han de haber migrado a las afueras, donde exista una realidad a la que es ajena el turismo. 

La Venecia del norte, por sus canales y su belleza, es una ciudad cómoda que convive con la naturaleza, teniendo ésta una gran importancia en la disposición paisajística de Brujas. Ágil y amena, es el lugar perfecto por el que pasar un día de descanso o a la que escapar cualquier domingo. En ella se respira una agradecida tranquilidad. Las venas que la cruzan parecen ser su calma, además de su cercanía al mar que la llenan de brisa y frescura. 

Brujas es el testamento de vida de una ciudad que perdura y que luce orgullosa su inmortalidad como trofeo. Desde que Ricardo III, corazón de león fuese alojado o William Caxton impreso el primer libro en inglés, no cabe duda de que nada nuevo ha roto su quietud hasta hoy. Quizás el museo dedicado a Dalí en la plaza mayor sea lo más surrealista que les haya pasado. 





0 comentarios:

Bruselas

16:00 Fran Ibáñez Gea 0 Comments




Bruselas fue mi ciudad preludio. En ella empezó todo. 
Viajé al corazón de Europa para ver a Ángela, y allí descubrí que vivía en una cajita de porcelana de antaño, que cuando la abres ves que la bailarina con cuerda se ha ido. No es una capital monumental. Todo es demasiado nuevo para que la evasión brote. En la mente no nace un Londres, un Viena o un París. Juega una liga distinta y sin embargo tiene un elemento muy enriquecedor que es la clave para vivir un Bruselas pleno: lo bruseluá.

Caminar por el parque del Cincuentenario y rodearte de jovialidad y multiculturalidad. Ajenos al ego europeo, las sedes e instituciones de la Unión Europea no podrían haberse situado en lugar mejor. Recuerdo en una misma conversación había dos italianas, una iraní, dos turcos, tres alemanes, dos españoles y una griega. Más que el comienzo de un chiste era una realidad. Todos por igual, ni una voz, ni un idioma por encima de otro. Eso es lo que realmente hace grande a Bruselas, su capacidad de adopción, su entusiasmo por recibir y aprender de otros. 

Si queréis viajar con sensatez alejaos del Manneken Pis. La ridiculez del turista se asocia a la estampa que se ve cuando todos se agolpan con cámaras y se apegan a la reja para ser fotografiados junto con el niño meón. Qué ordinariez. En cambio es obligatorio ir a la gofrería que hay justo enfrente y degustar el sabor y olor de Bruselas, que como os podréis dar cuenta su dulzor inunda el ambiente y le añade amabilidad al paseo por sus calles. Además, una(s) cerveza(s) en Delirio no está(n) demás. La estrecha calle del elefante rosa acoge a los borrachos con curriculum de todo el mundo. ¿Frites? para eso ya tenemos Burguer King. 








0 comentarios:

Florencia

11:57 Fran Ibáñez Gea 0 Comments




Florencia es uno de los lugares donde el tiempo es un capricho que se impone a la eternidad. 

Recuerdo visitar el Thyssen y fijarme en un cuadro que me resultaba de lo más familiar. Yo había estado allí. Sin lugar a dudas. Giuseppe Zocchi en 1741 había estampado en lienzo una de las vistas que más me cautivaron de la capital Toscana: El Arno en el puente Santa Trinita. Aun habiendo pasado los siglos, la ciudad impecablemente pareciera haber esquivado el peso de la historia, como los barcos que huyen de la emboscada de la tormenta, y sobreviven con su luz y su belleza intactas. Y si había un elemento de aquel cuadro que atrajese todos mis sentidos, como en aquel momento también lo hizo, en vivo y en directo, fue el Arno. Un río lleno de sabiduría. Pareciera que naufragasen en sí las coplas que Jorge Manrique dedicó a la muerte de su padre. Todo rezumaba poesía. Absolutamente todo quería sobresalir por su estética. Y es que Florencia es una de las capitales del arte.

No cabe duda cuando uno traspasa la galería de la Academia y al fondo, en su pedestal, sin atisbo ni insinuación de molestia, posa para su público el David de Miguel Ángel. Altivo, inmaculado, gallardo, arrogante y derrochando por imperativo una complacencia visual que a todos embriaga. No hay más. No caben palabras en la boca en su presencia. Es el rey. Fijarte en las venas de su mano, en los tonos de su marmórea piel, en el gesto de su rostro. Sobresaliente. Sobrehumano. Él escapa a la polución de la piara de turistas que lo emborronan todo, que lo pisotean, que lo corrompen. El arte se corresponde con un respeto y una admiración litúrgica. Los sentidos hacen una reverencia cuando se postran ante tales espectáculos influidos por lo divino y celestial. 

No fue esa la sensación que percibí en la galería de los Uffizi, el Museo del Prado de Florencia. La inocencia y magnanimidad  de Boticelli habían sido enturbiados por los allí presentes. La fragilidad de la Venus naciente o la Primavera no son capaces de hacer frente a la falta de misericordia de los turistas que anegan sus salas, que las abarrotan y las envilecen. Algo que sí, por desconocimiento o porque llegué a las ocho de la mañana, sí queda intacto en la capilla de los Medici, un lugar soberbio y majestuoso donde reposan los restos mortales de los ilustres y artífices que abrieron las puertas al arte en Florencia. De la misma manera que no hay lugar más sagrado en la ciudad que la Santa Croce, donde duermen para la eternidad Galileo Galilei, Maquiavelo y Miguel Ángel. 

La cúpula de Brunelleschi es el sello que cierra el esplendor de Florencia. Vista desde cualquier punto de la ciudad, la bóveda es la firme soberana que protege todos los escondites florentinos. En un pulso con el palazzo Vechio, rugen su potestad y vigilan el sueño inquebrantable, que si por el día es carcomido en sus calles por un sinfín de visitantes, es en la noche, en el silencio de la madrugada, cuando el Arno y las estatuas toman la palabra.




0 comentarios: