Yves
Yves nació bajo la protección del signo de Leo. Sus
vivencias de niñez fueron cúmulo a los recuerdos de Orán que la guerra no pudo
llevarse, por eso Marrakech ocupó un lugar de libertad en su corazón, porque en
ella respiraba todo el pasado que no podía recuperar. Las olas de arena que
componían el rojo desierto bañadas en el mediterráneo se ondulaban como una
sola musa o tótem estético que lo guiaría por siempre. Aquel aire fraguó a Yves Saint Laurent.
Con veintiún años, como director artístico avivó la llama y
legado que había dejado Christian Dior, liderando una de las firmas de alta
costura más prestigiosas del mundo. Aquello, para un provinciano argelino que
aterrizaba en París con los mismos honores que los borbones en la época dorada
de Versalles, fue el punto de inflexión que alimentó una figura, cuya forma y
peso se harían insostenibles hasta para él mismo. La exigencia subrayaba la
perfección. Un ritmo insaciable que lo acabaría devorando. Pero el maestro
volvía a renacer entre sus cenizas. Ya se preocupaba Pierre Bergé de que así
fuera. Fueron una pareja que sólo triunfaron en lo profesional, pues en lo
personal un huracán interpuso las normas que curtirían sus afectos. Eran los
años sesenta. Bergé, que había tenido contacto con el dinero y la inversión,
jugó a sacar de la nada una de las firmas que hoy se alzan en la cúpula de la
alta costura. Saint Laurent nació gracias a un grupo de amigos. Victoire,
modelo fetiche y amiga íntima se encargó de hacer llegar al público la leyenda
en la que Yves se había convertido. En los talleres el silencio imperaba cuando
el modista aparecía. Casi era recibido con una reverencia. Era una total
admiración en la que caían cada vez que el joven delgado de gafas anchas con
bata blanca se dejaba ver. Las grandes inversiones de financiación llegaban y
la firma se consolidaba. No había marcha atrás: el imperio podía comer en la
misma mesa que los celebérrimos Chanel o Balenciaga. Las clientas demostraban
su lealtad en cada temporada. No dudaban en dejarse vestir por Yves. Era
atrevido, buscaba la vanguardia. Sabía distinguirse.
Mayo del sesenta y ocho fue la consecuencia al fin de una
edad de posguerra. Se instauró el prêt-à-porter. Balenciaga se negó y viendo
que los tiempos acompañaban faltos de glamour y elegancia se retiró. Los
jóvenes como Cardin o Gaultier aprovecharon la oportunidad para hacerse con la
industria. Yves Saint Laurent no podía quedarse atrás y abrazó de buen grado lo
que sería un mercado exitoso. Pero la factura cobró un tremendo desgaste. Yves
ya había cambiado por completo. Sus amigos habían sido demasiado permisivos con
su ego de infancia. Era un santo laureado que no paraba de pecar. Loulou,
Nureyev y Warhol fueron parte de esas amigas peligrosas. A Yves le sentaba como
un guante ser un enfant terrible: whisky, cocaína y tranquilizantes eran una
dieta diaria que lo envejecieron estrepitosamente. Había que buscar inspiración
al precio que fuera. Con cuarenta años el maestro no tenía un pulso firme.
Amigos de su juventud como habían sido Lagerferd culparon a su camarilla de
aislarlo y consentirlo. Bergé fue un protector que se ceñía a resguardar los
números. Los desencuentros y desengaños de un amor mal cuidado lo condujeron a
saber dónde estaban las prioridades en aquella amistad. Cómo paliar los
estragos e infortunios que se cocinaban en el taller mientras se mostraba una
impoluta cara al público, lanzando la línea de perfúmenes que los posicionase
en las alturas.
Del Yves tímido, risueño y ambicioso que se coronó en la
casa Dior sólo quedaba una de lo tercero algo mustio y desgastado. Era su
cárcel de oro. Él sólo quería crear. Esa era su vida. Anne-Marie fue su otro
gran apoyo en la casa. Bergé deseaba codearse con el renombre, con lustre. Se
hizo amigo de Mitterrand para estar cerca del poder. El día que murió el
maestro, enterraron a una leyenda, orquestado por el que había sido su compañero
y hacía unos meses también marido para afianzar y asegurar el legado. Las
primeras filas del sepelio fueron ocupadas por altas instituciones. De amigos
fueron invitados sólo unos pocos. Nada que ver con el de Versace, de farándula
y famoseo. Bergé hizo gala de sus redes y de su carisma. Aprovechó el funeral para
ser homenajeado. Puso la última piedra al trabajo de su vida. Esa fue la vida
de un genio cuyas cenizas fueron esparcidas al botánico de Marrakech, la única
tierra que lo vio feliz y lo dejó descansar.
Una década sin ti.
Fran Ibáñez Gea
0 comentarios: