Florencia

11:57 Fran Ibáñez Gea 0 Comments




Florencia es uno de los lugares donde el tiempo es un capricho que se impone a la eternidad. 

Recuerdo visitar el Thyssen y fijarme en un cuadro que me resultaba de lo más familiar. Yo había estado allí. Sin lugar a dudas. Giuseppe Zocchi en 1741 había estampado en lienzo una de las vistas que más me cautivaron de la capital Toscana: El Arno en el puente Santa Trinita. Aun habiendo pasado los siglos, la ciudad impecablemente pareciera haber esquivado el peso de la historia, como los barcos que huyen de la emboscada de la tormenta, y sobreviven con su luz y su belleza intactas. Y si había un elemento de aquel cuadro que atrajese todos mis sentidos, como en aquel momento también lo hizo, en vivo y en directo, fue el Arno. Un río lleno de sabiduría. Pareciera que naufragasen en sí las coplas que Jorge Manrique dedicó a la muerte de su padre. Todo rezumaba poesía. Absolutamente todo quería sobresalir por su estética. Y es que Florencia es una de las capitales del arte.

No cabe duda cuando uno traspasa la galería de la Academia y al fondo, en su pedestal, sin atisbo ni insinuación de molestia, posa para su público el David de Miguel Ángel. Altivo, inmaculado, gallardo, arrogante y derrochando por imperativo una complacencia visual que a todos embriaga. No hay más. No caben palabras en la boca en su presencia. Es el rey. Fijarte en las venas de su mano, en los tonos de su marmórea piel, en el gesto de su rostro. Sobresaliente. Sobrehumano. Él escapa a la polución de la piara de turistas que lo emborronan todo, que lo pisotean, que lo corrompen. El arte se corresponde con un respeto y una admiración litúrgica. Los sentidos hacen una reverencia cuando se postran ante tales espectáculos influidos por lo divino y celestial. 

No fue esa la sensación que percibí en la galería de los Uffizi, el Museo del Prado de Florencia. La inocencia y magnanimidad  de Boticelli habían sido enturbiados por los allí presentes. La fragilidad de la Venus naciente o la Primavera no son capaces de hacer frente a la falta de misericordia de los turistas que anegan sus salas, que las abarrotan y las envilecen. Algo que sí, por desconocimiento o porque llegué a las ocho de la mañana, sí queda intacto en la capilla de los Medici, un lugar soberbio y majestuoso donde reposan los restos mortales de los ilustres y artífices que abrieron las puertas al arte en Florencia. De la misma manera que no hay lugar más sagrado en la ciudad que la Santa Croce, donde duermen para la eternidad Galileo Galilei, Maquiavelo y Miguel Ángel. 

La cúpula de Brunelleschi es el sello que cierra el esplendor de Florencia. Vista desde cualquier punto de la ciudad, la bóveda es la firme soberana que protege todos los escondites florentinos. En un pulso con el palazzo Vechio, rugen su potestad y vigilan el sueño inquebrantable, que si por el día es carcomido en sus calles por un sinfín de visitantes, es en la noche, en el silencio de la madrugada, cuando el Arno y las estatuas toman la palabra.




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