La doble vida de un ropero

21:17 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

 





En este mundo de quita y pon, de trabajos breves y amores escuetos, la moda se lanza a retarnos con permanecer. La fast-fashion de camisetas a dos euros que tanto nos alegran son una trampa mortal para nuestro planeta. La producción de baja calidad en talleres de indochinos esclavizados, son parte del agotamiento de los recursos naturales. Las economías domésticas más modestas son las grandes usuarias de esta solución sensacional que tanto democratiza el vestir. A la larga, un espejismo más de nuestro vertiginoso ritmo por condenarnos. Ha sido algo repentino. Exceptuando a Maria Antonieta, nadie ha tenido un armario tan variado hasta bien entrado el siglo XX. Nadie prestó tanta importancia jamás a no llevar la misma blusa dos días seguidos. La cuestión es que este alto consumo está empobreciéndonos, convulsionando y solidificando un modelo agresivo en el que es el propio planeta el que sale peor parado. 

El movimiento se demuestra andando. Veamos. Cuando me invitaron a la presentación del perfume Bad Boy de Carolina Herrera no tenía margen de tiempo y un presupuesto reducidísimo de acción. Así, me presenté en una mercería de barrio y le pedí alguna idea. Se nos ocurrió reciclar un traje básico azul marino, añadiéndole al puño de la manga un borlado dorado que usan para cofradías ¿Haute Couture? Tan altísima como eficacísima. Un amigo, joven diseñador, me prestó una camisa de su atelier. Así estuve en una mansión en la Moraleja, comiendo canapés de Samanta Nájera, bailando junto a Miguel Ángel Silvestre y Carmen Lomana. Y sin desentonar, yo, a quien había vestido el pueblo, frente a todos aquellos Valentinos, Guccis y Versaces. 

A las dos semanas tenía el bautizo de mi sobrina. Otra vez con el asalto al perchero. Le pregunté a mi padre qué había hecho con su traje de boda. "Ahí en el armario está". Con las mismas me lo probé. Lo llevé a la costurera y después de la magia del hilo y el coserío me estaba como un guante. Otro rescate imprevisto. Unos meses después entré al trastero que había pertenecido a un piso familiar. Allí encontré, en una percha desierta, barnizada por polvo, el uniforme de Renfe de mi abuelo. Él había muerto muy joven, cuarenta años atrás. Nadie lo había tocado hasta entonces, ni había hurgado entre sus telas. Aún seguía allí un calendario de bolsillo de 1977. Además de tres chaquetas roídas y una camisa descolorida, se hallaba un gabán largo en mejores condiciones. Lo saqué por darle otra oportunidad a riesgo de que el de la tintorería me dijera que estaba loco. Para mi extrañeza me felicitó, pues ese tipo de lana ya no se hacía y era de la de toda la vida, la que abrigaba de verdad. Después lo llevé a la costurera a que volviera a brotar su magia. Lo rehizo por completo: lo desmontó, lo volvió a montar, le corrió la botonadura, le hizo los bolsillos nuevos, le alargó las mangas. Arquitectura textil en arqueología doméstica. 

Y en este recorrido por amar, por volver a darle un significado nuevo, una interpretación a aquello que marcó y estuvo presente en nuestra historia familiar, hoy he dado con una nueva prenda. Estaba en una colina de bolsas de ropa. Enmadejada entre trapos, buscando otras cosas, ha aparecido un jersey muy noventero, de vivos colores, un tanto oversize, típico en las tiendas de Malasaña. A priori, podría estarme bien. No tenía toda mi atención hasta que pregunté en casa de quién era. Mi madre ha dicho que era de ella, de cuando estaba embarazada de mí. Por ende, aquel suéter anónimo de pronto era protagonista. Había formado parte de mi vida sin que yo supiera aún que tenía una. Y es por cosas como estas por lo que vale la pena alargarles la durabilidad a las prendas que fueron nuestras, porque sin proponérselo fueron testigos de lo que hemos hecho de nosotros mismos. No se equivocarán. Es apuesta segura. Las modas siempre vuelven. 


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