La ignorancia atrevida
Fue en Cuenca. Una ciudad que va despertando su belleza al
visitante por cada paso que se aproxima a ella. Subida a los cielos, el
desfiladero por donde trasciende el Júcar lame la hendidura que el tiempo ha
minado. En las casas colgadas, icono y referencia conquense, se encuentra el
museo de arte abstracto de la Fundación Juan March. Es parte de los motivos por
los que es interesante visitar Cuenca.
Sabiendo que el resto del equipo prefería seguir visitando
los aledaños a la catedral con una cervecita al sol, les pedí media hora
mientras veía dicho museo. Uno de ellos se quiso sumar a la experiencia. No era
alguien que conociera el arte y mucho menos el abstracto español. Era alguien
que había pasado por el colegio de puntillas. Pero su interés ya le dio la
predisposición para intentar disfrutarlo y conocerlo. Este punto es
fundamental. En el interior estaban la gran mayoría de pintores abstractos
españoles de la segunda mitad del siglo XX. Cuadros de Feito, Lucio Muñoz,
Canogar, Palazuelo, Guinovart, Mompó, José Guerrero, Saura, Millares, Tàpies,
Soledad Sevilla y Zóbel entre otros, con algunas esculturas muy interesantes de
Chillida y Oteiza, además de la obra a caballo de Rivera. La abstracción estaba
muy bien representada sin lugar a dudas y había obras de gran valor, sobre todo
de los primeros años de estos pintores en los que no existía un comercialismo
agresivo y se producía en serie. Digamos que las obras tenían más alma propia
que de artista. Se arriesgaba más en el estilo. La posguerra, el hambre y la
represión del régimen fueron cuna de la inspiración a todos ellos.
Seguimos nuestro paseo por el museo. En sí el espacio es una
delicia por cómo se ha adaptado una casa del siglo xiv a una aparente y muy
conseguida galería moderna de arte. A él le entusiasmó Zóbel, y reconocía su
estilo, por el gusto que le despertaba más que por leer el cartelón con su
nombre. A mí me llamó la atención lo que encontré de Manolo Millares y de
Saura. De ahí que nos parásemos a contemplar de éste último su Brigitte Bardot.
Siendo honestos íbamos como guiris. Con la mochila, las cámaras, la chaqueta
atada a la cintura. Un par de señores (señorones), ante nuestros comentarios
sobre el cuadro, más diálogo en la expresión que opinión, quisieron formar
parte. ‘¿Qué se supone que se ve ahí?’
irrumpió uno de ellos. ‘Brigitte Bardot
se llama la obra’ contesté. ‘A mí me
gusta ver a las mujeres con sus formas y ahí no se ve na, aquí hay guarrerías
con cuatro brochazos’ sentenció. ‘Caballero,
está usted en un museo de arte abstracto. No pretenderá que sea el Prado’
contextualicé sus expectativas. ‘Para
pintores modernos yo me quito el sombrero ante Antonio López, ese sí que es un
genio. Toda su obra me encanta. Aquí no se ve na ¿Me tengo que creer que eso es
una mujer?’ insistió. ‘Permítame
usted que le diga, con el debido respeto, que Antonio López es un cateto. Se
dedica a pintar una fotografía en veinte años (refiriéndome al Retrato de la
familia real. Velázquez pintó las Meninas en cinco y Goya la familia de Carlos
IV en uno). Técnica tendrá, pero al arte
no aporta nada’ aunque la comparación Saura-López no es la más correcta. ‘Pues yo me quito el sombrero. Al lado de
esto, que son cuatro brochazos’ exhortó. ‘Entenderá usted que el que tiene el ojo educado a Murillo, no se lo
tiene al arte abstracto’ y abandoné con una sonrisa la partida.
Aquellos señores, en su ignorancia y sin haber sido
invitados a estar allí, iban atropellando con sus opiniones el espacio. Eran
unos entendidos para ellos mismos que se resguardaban en frases de barra de bar
para salir al paso entre los suyos. En cambio, me choca que alguien que
desconozca obras y autores, como mi compañero, no tenga esa ponzoñosa intención
de embarrar el trabajo de otros, sino de ilusionarse y admirar. A la salida
compró una postal de la Brigitte Bardot
de Saura. En aquel rato creo que hicimos escuela.
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