El rapto de la luz
Los apuros económicos, circunstancia que atañe a los familiares
de Joaquín Sorolla, han incitado a poner a la venta uno de los grandes lienzos
del pintor, Fin de Jornada, que ha sido denegada por el cauteloso ministerio de
Cultura. Los cuadros protegidos forman parte de la herencia artística. Es este
patrimonio la verdadera patria que hoy nos identifica y nos singulariza.
No es la primera vez que algo así ocurre, a pesar de que
tener conciencia del valor que estas joyas tienen es relativamente reciente. La
reina Isabel II tuvo que comprar el resto de obras que conformaban la colección
real a su hermana Luisa Fernanda y a su madre, la regente María Cristina de
Borbón, porque la división quedaba estipulada en el testamento de Fernando VII.
La intención era clara: blindar uno de los mayores tesoros que quedaría custodiado
por siempre en el recién inaugurado Museo del Prado. El barón Hans Heinrich von
Thyssen-Bornemisza, con una azarosa vida sentimental salpicada de un quinteto de
esposas y los consiguientes vástagos, su gran colección de arte podría correr
grave peligro al ser repartida en herencia, de tal manera que en discretas
negociaciones el gobierno compró dicho tesoro para salvaguardia de que quedara íntegra
y a disposición de los españoles. El príncipe Adán Carlos Czartoryski de
Polonia, vendió al Estado polaco todas las obras que había atesorado su familia
durante siglos, en la cual se encontraba la fabulosa Dama del Armiño de Da
Vinci, una silla de Shakespeare o las cenizas del Cid y doña Jimena, para
disfrute final de sus conciudadanos. Después de los resquebrajos nazis y el
dominio comunista, cuyas garras siempre pusieron la diana en el arte, el trato
sentenciaba un pacto de paz y descanso, tanto para sus dueños como para las
obras. Ejemplos, a la vista cabe, de grandes figuras cuyo interés ponía por
encima de todo proteger el arte que en sus manos había confiado la historia.
Ese espíritu noble de compromiso que se exige a todos
aquellos que juegan una pieza clave en la conservación del patrimonio no corre
siempre la misma fortuna. Cuando el general Franco murió, a su hija la ‘interceptaron’
rumbo a Suiza con medallas, divisas en oro y brillantes para encargar un reloj en
el que engarzar las insignias. En la aduana se quedaron. El ducado de Alba, con
eterna e inestimable fidelidad al arte por Jacobo y su hija Cayetana, reconstruyeron el
palacio de Liria y protegieron el tesoro que en el título se custodia, incluso donaron recientemente la Virgen de la Granada de Fra Angelico al Museo del Prado. Lo que
no excusa, que ante la falta de liquidez, quisieran poner a la venta unas
cartas de Cristóbal Colón con camino extranjero que el gobierno denegó. La
propia Tita Cervera coquetea con la venta de un Gauguin, de su colección que hoy
convive en el Museo Thyssen por motivos de solvencia. No es raro ver en casas
de subasta de la capital pinturas de renombre. En las listas de precios cabe
Julio Romero de Torres, cartas de Neruda (que adquirió el gobierno en Durán) o algún
retrato del propio Joaquín Sorolla y Bastida.
Hay cuadros y cuadros. La
cuidadosa protección que se vierte sobre ‘Fin de Jornada’ comulga con el interés
de pertenencia al desarrollo cultural del país. Un sonrojo fauvista, la impresión
que suscita cada pincelada, la saturación que aviva el atardecer del levante. Vestir
con escamas de oro la espuma del mar. Sorolla es un gran pintor, y como tal,
cada una de sus obras destacadas son un monumento que España requiere para
reconocerse. Nadie debe raptar la luz que el valenciano selló en su obra. Si el
compromiso de custodia es roto por sus descendientes, el país tiene la obligación
de asumir esta labor, tan fundamental y necesaria para defensa de la ovacionada y
magistral cultura española.
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