El rapto de la luz

12:52 Fran Ibáñez Gea 0 Comments






Los apuros económicos, circunstancia que atañe a los familiares de Joaquín Sorolla, han incitado a poner a la venta uno de los grandes lienzos del pintor, Fin de Jornada, que ha sido denegada por el cauteloso ministerio de Cultura. Los cuadros protegidos forman parte de la herencia artística. Es este patrimonio la verdadera patria que hoy nos identifica y nos singulariza.

No es la primera vez que algo así ocurre, a pesar de que tener conciencia del valor que estas joyas tienen es relativamente reciente. La reina Isabel II tuvo que comprar el resto de obras que conformaban la colección real a su hermana Luisa Fernanda y a su madre, la regente María Cristina de Borbón, porque la división quedaba estipulada en el testamento de Fernando VII. La intención era clara: blindar uno de los mayores tesoros que quedaría custodiado por siempre en el recién inaugurado Museo del Prado. El barón Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza, con una azarosa vida sentimental salpicada de un quinteto de esposas y los consiguientes vástagos, su gran colección de arte podría correr grave peligro al ser repartida en herencia, de tal manera que en discretas negociaciones el gobierno compró dicho tesoro para salvaguardia de que quedara íntegra y a disposición de los españoles. El príncipe Adán Carlos Czartoryski de Polonia, vendió al Estado polaco todas las obras que había atesorado su familia durante siglos, en la cual se encontraba la fabulosa Dama del Armiño de Da Vinci, una silla de Shakespeare o las cenizas del Cid y doña Jimena, para disfrute final de sus conciudadanos. Después de los resquebrajos nazis y el dominio comunista, cuyas garras siempre pusieron la diana en el arte, el trato sentenciaba un pacto de paz y descanso, tanto para sus dueños como para las obras. Ejemplos, a la vista cabe, de grandes figuras cuyo interés ponía por encima de todo proteger el arte que en sus manos había confiado la historia.

Ese espíritu noble de compromiso que se exige a todos aquellos que juegan una pieza clave en la conservación del patrimonio no corre siempre la misma fortuna. Cuando el general Franco murió, a su hija la ‘interceptaron’ rumbo a Suiza con medallas, divisas en oro y brillantes para encargar un reloj en el que engarzar las insignias. En la aduana se quedaron. El ducado de Alba, con eterna e inestimable fidelidad al arte por Jacobo y su hija Cayetana, reconstruyeron el palacio de Liria y protegieron el tesoro que en el título se custodia, incluso donaron recientemente la Virgen de la Granada de Fra Angelico al Museo del Prado. Lo que no excusa, que ante la falta de liquidez, quisieran poner a la venta unas cartas de Cristóbal Colón con camino extranjero que el gobierno denegó. La propia Tita Cervera coquetea con la venta de un Gauguin, de su colección que hoy convive en el Museo Thyssen por motivos de solvencia. No es raro ver en casas de subasta de la capital pinturas de renombre. En las listas de precios cabe Julio Romero de Torres, cartas de Neruda (que adquirió el gobierno en Durán) o algún retrato del propio Joaquín Sorolla y Bastida. 

Hay cuadros y cuadros. La cuidadosa protección que se vierte sobre ‘Fin de Jornada’ comulga con el interés de pertenencia al desarrollo cultural del país. Un sonrojo fauvista, la impresión que suscita cada pincelada, la saturación que aviva el atardecer del levante. Vestir con escamas de oro la espuma del mar. Sorolla es un gran pintor, y como tal, cada una de sus obras destacadas son un monumento que España requiere para reconocerse. Nadie debe raptar la luz que el valenciano selló en su obra. Si el compromiso de custodia es roto por sus descendientes, el país tiene la obligación de asumir esta labor, tan fundamental y necesaria para defensa de la ovacionada y magistral cultura española.  

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