Exigencias de guion: revisionismo vindicado

18:36 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

Estatua ecuestre decapitada de Felipe III en la Plaza Mayor, 1931.



Felipe III cabalga sereno y anunciante en la plaza mayor de Madrid. Preside el lugar que mandó hacer y donde se efectuaban los autos de fe populares de la villa. La plaza ha tenido tanta vida que hasta corridas de toros se han hecho en ella. Era un corazón de la ciudad austero -en un tiempo-, plagado de jardines -en otro- y minado -no hace mucho-. Un lugar de encuentro, de paso y de retrato. Por eso con la propuesta del concejal Mesonero Romanos y el beneplácito de Isabel II, la estatua de 1616 se movió de su emplazamiento original en la Casa de Campo al centro de su Plaza Mayor. Hasta 1868, cuando se hace una revisión de la simbología monárquica y se traslada a unos almacenes de la villa.

La estatua es repuesta, como la monarquía, con Alfonso XII. En 1931 se enfrenta a la estocada. El fervor nacido de un cambio de aires políticos y sociales en España despliega una euforia mal llevada, dejando como objetivo de su ensañamiento la estatua ecuestre. Al caballo le meten pólvora por la boca provocando su caída y el esparcimiento de huesecillos de los cadáveres de pájaros que se habían amontonado dentro del bronce desde tiempos inmemoriales. Un episodio que termina después de la guerra, sellando la boca al caballo -para que no vuelva a ser cementerio de gorriones- y reponiendo la estatua en su lugar. Mientras, en la vecina plaza de Isabel II, la efigie de la reina fue arrancada con cuerdas y arrastrada hasta la Puerta del Sol, incendiada y despedaza. Tuvieron que hacer otra en 1944. La misma procesión y cortejo tuvo que padecer la estatua del Marqués de Larios en Málaga -de Mariano Benlliure- estando al remojo del puerto durante la república hasta que terminan por reponerla nuevamente y restaurarla décadas después. 

Podríamos decir que esa es la vida de una estatua. El daño siempre lo sufren, o bien por vilipendio o bien por abandono. El paso del tiempo es todo un reto para quien no tiene la palabra. Es preciso este contexto para explicar el estatuicidio de la campaña Black Lives Matter. Se está llevando una revisión de todos aquellos que conspiraron contra la raza y apoyaron la esclavitud. Aquí entran desde Churchill, Cristóbal Colón o Charles Darwin. Esto es: la honra y gloria que justificaba su presencia en el bronce es probable que haya pasado a un segundo plano y que la sociedad de hoy valore, sin entrar en anacronismos, otras cuestiones para su emplazamiento. Cierto es que la damnatio memorae declarada a veces puede tener tintes agresivos para el valor monumental o artístico, creando serios destrozos patrimoniales. 


El contenido simbólico de la vía pública es objeto continuo de revisiones. Para una sociedad común hay que presentar un espacio común. Y es una obligación su sometimiento, para seguir avanzando y cuestionando cuáles son los referentes y los valores por los que el pueblo se guía. Las idas y venidas de las estatuas son la respuesta más clara dada a la interpretación de lo que se demanda. Las estatuas tienen una justificación en el espacio. Dotan al lugar de renombre. Le añaden valor, referencia y significado. Si quien representa carece del aval del presente, es muy probable que esa plaza, esa calle o ese barrio necesiten una renovación. 

La cuestión en los museos y centros de interpretación 

Esta oleada está intentando entrar en los museos. Las instituciones museísticas deben ser tajantes. Toda pieza tiene una coherencia y una posición dentro de las instalaciones, ajena a lo que pasa en la calle. El Prado ha hecho grandes exposiciones sobre mujeres apoyando la visibilidad de las artistas ocultas en la historia y eso no ha desplazado a Velázquez, Rubens o Goya de su sitio. El Thyssen-Bornemizsa cada vez que llega el Orgullo LGTB prepara una guía alternativa por medio de sus cuadros más destacados dentro de esa temática sin modelar su colección permanente. Es decir, los museos tienen herramientas para traducir la pluralidad de la calle en sus salas sin alterar el lugar técnico, académico, contextual y estilístico con el que se dota un cuadro. Si el Museo de Historia Natural de Londres considera que para ser políticamente correcto debe revisar parte de la obra de Darwin, es su problema. Los museos están para mostrar, educar y reflexionar. La única bandera nazi que he visto en mi vida ha sido en el Museo Naval de Madrid, en el contexto de la guerra civil española. España es un país cada vez más consciente de la necesidad de desprenderse de elementos de la dictadura aún vigentes pero cuando se entra al Museo Reina Sofía y se ven los retratos de los generales franquistas nadie se sorprende ni ofende, pues un museo es el lugar que la sociedad ha reservado para este tipo de producciones. 

Los museos tienen la función y obligación de cuidar, conservar y preservar los bienes artísticos. La vía pública, por las razones que hemos visto, es imprevisible. Por eso se hizo una copia en 1873 del David de Miguel Ángel y se resguardó el original en la Galería de la Academia, hasta entonces en la Plaza de la Señoría. Una situación que han experimentado la mayor parte de obras de arte escultóricas que estaban en plazas y calles. Es de agradecer que la sociedad haya consensuado tener este tipo de cuarteles donde defender los tesoros y legados artísticos. 

Es muy positivo que se discuta cualquier conato que atente contra los valores del siglo XXI: la libertad, el feminismo, la igualdad, el respeto y el progreso. Una experiencia previa condiciona la siguiente, y es momento de no dar todo por hecho. De no asumir las cosas cómo nos las muestran. Y eso se extiende al lenguaje que hablamos, a las señales de tráfico que vemos o a los colores que vestimos. No hay nada inocente aquí. Estudiarlo es un ejercicio que deberíamos hacerlo todos, y dentro de nosotros mismos valorar su importancia. 


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