La importancia del discurso

20:54 Fran Ibáñez Gea 0 Comments





En cualquier muestra artística existe un hilo que hilvana todas las obras y resalta la incumbencia que éstas tienen en el espacio expuesto. Esta forma de guiar al espectador por medio de un recorrido visual o musical se forma a través del discurso. La teorización colectiva de la muestra envuelve bajo un mismo manto la pluralidad, las aristas, las convergencias y las heterodoxias creando un único producto. El discurso tiene por tanto una vital importancia. Su presencia bien trabajada hace que una bandera nazi en el museo naval no desencaje ni cree controversia, al igual que las fotografías de los generales que llevaron a cabo el levantamiento nacional en el museo Reina Sofía. Los archivos y fondos artístico-documentales tienen un papel didáctico que queda exento de reputaciones u opiniones vagas. El enigma de Hitler por Salvador Dalí se escapa del escarnio público. En ningún momento nada se enaltece, simplemente queda.

Sirviéndonos de esta tónica, los museos se ordenan bajo una lógica que encuadra las colecciones en un contexto relevante para el público. Cuando el contenido es muy variado suelen distribuirse las salas por temáticas (escuelas-artistas el Museo del Prado, estilísticos-política Museo Reina Sofía); si el espacio permite cierta linealidad se puede hacer buscando un hilo conductor temporal (Thyssen, Real Academia de Bellas Artes, Museo de Historia de Madrid), como también suele ocurrir en exposiciones temporales, ya que este formato es el más atractivo para un espectador que espera la divulgación y el desarrollo artístico (Caixa Forum, Fundación Mapfre) Es en esta última oferta, lejos de la fuerte institucionalización y bases establecidas de los museos para con sus fondos, donde la complicación se acrecienta.

Idear una exposición exige de creatividad y conocimiento. La disposición, los recursos, la visión que se quiere ofrecer y por lo que la galería en cuestión quiere destacar. Cuando se solicitan las obras a los distintos museos las negociaciones suelen ser arduas, las pinacotecas custodian celosas sus cuadros y la falta de préstamos pueden desmontar la rigurosidad de la exposición. Por ello, malabares dignos del circo del sol hay que hacer para crear una muestra de altísima calidad. El Museo del Prado, de prestigio absoluto, puede mirar de cara al Rijksmuseum para organizar en su segundo centenario una colección que se componga con Rembrandt, Vermeer y Velázquez (Miradas afines. Pensar que Las Meninas, La Joven de la Perla o la Ronda de Noche pudieran unirse en un mismo lugar es una fantasía que tendremos que desterrar). Un discurso sencillo asegura que el espectador pueda captar rápidamente la idea de lo que va a ver. La fuerza en este caso la emite la calidad de los lienzos. Pero la exposición tiene pinta de ser de ida y vuelta (un consorcio para también llevarla al museo holandés) por lo que el Prado tampoco cede grandes obras del sevillano. Es una exposición correcta. Destacando el par deVermeer y el restaurado banquete de Holofernes. La fortaleza visual y el contacto que Rembrandt emite llegan de una forma embelesadora al público.

Al mismo tiempo el Museo Thyssen-Bornemitza inaugura su exposición Balenciaga. Tenía el precedente de haber maravillado con una cuidadosa muestra previamente sobre Sorolla y la moda donde los cuadros del valenciano iban acompañados de la vestimenta que los modelos y las modelos portaban en óleo. En este caso la intención era otra, aunque la intuición quería caminar por ese sentido ya tramado. Un despliegue de Grecos, Carreños de Miranda y sobre todo, un derroche bien avenido y espléndido de algunas de las obras más destacadas que la Casa de Alba tiene en el Palacio de Liria (a partir de septiembre podrá ser visitado). Calidad incuestionable de los vestidos y de las obras. La exposición cuenta con un material excepcional, mas el discurso no acompaña. El recorrido es frágil y se apela a una obviedad que queda forzada. La inspiración del cítrico en el manierismo del Greco o las casullas blancas de los religiosos de Zurbarán para un vestido de novia, así como bodegones de garrafón para apelar a los motivos florales es cuanto menos atractivo. La sutileza viste bien con la elegancia, factor olvidado. Esta receta estaba cogida con pinzas, y aún así, son las obras las que salvan el discurso, y no al contrario. Los óleos se dan la libertad de hablar entre ellos. La magia que transmiten las dos santas de Zurbarán (la santa Casilda del Thyssen y la santa Isabel del Prado) Y más allá que las obras, la imponente Duquesa de Alba de Goya y la de Zuloaga, junto con Madrazos y Julio Romero de Torres que apelan a la verdadera inspiración del modisto, a una España que emana de su tradición, de la piel cetrina, de sus volúmenes. De sus glorias y de sus penas. Llegar a la sala y enfrentarse al San Sebastián del Greco sin leer nada de la vida de Balenciaga es una sobrada que ridiculiza el abolengo sonado y lucido de la muestra. Si se estaba preparado para una recibida de un miura a porta gayola en la plaza de Ronda, la realidad eran unos encierros en cualquier calle mayor digna de España.

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