Miradas afines

12:38 Fran Ibáñez Gea 0 Comments





Con motivo de la celebración del segundo centenario del Museo Nacional del Prado, la pinacoteca acoge una de las exposiciones más esperadas, Miradas afines. Velázquez, Rembrandt y Vermeer abanderan esta muestra que recoge algunas de las obras más valoradas en su tiempo. El arte holandés y español se amalgaman en un todo dando un resultado que sobresale por las similitudes estéticas y conceptuales de estos pintores.

Siendo Velázquez pintor de cámara de Felipe IV, no sobrepone su motivación a exaltaciones patrióticas, en plena campaña de los ochenta años, aunque la excepción recae en las Lanzas (la rendición de Breda) en una lucha de prestigio y rivalidades dentro de la misma corte. Rembrandt, en el otro lado de la contienda, tampoco se molesta en fomentar este espíritu bélico, siendo lo más llamativo su afamada Ronda de Noche. En el joven Vermeer no existe semejante insinuación, sino el apaciguamiento y la inocencia expresa en tan icónicas escenas como La Lechera, La Joven de la Perla o La Encajera. La narración que fluye por medio de las mujeres evoca un costumbrismo que margina los resquicios de una contienda que para él queda algo lejana.

Cuando Caravaggio despierta el barroco naturalista y los Carracci el clasicista, el eje Roma-Bolonia contagia al resto de Europa, enterrando el manierismo enmarcado en autores como el Greco o Tiziano en España y Miguel Ángel, Tintoretto o el Arcimboldo en Italia. Rubens, gran diplomático entre las cortes del continente era referencia tanto para Rembrandt como para Velázquez. La pomposidad de su estilo, acechado en el claroscuro y la ostentación de los motivos clásicos fueron un golpe de efecto que no importunó la sencillez y humildad que se respiran en las obras de los pintores señalados en la exposición Miradas afines. La moda es las más extendida de las coincidencias, destacando Frans Hals. Si los Borrachos sirven de anfitriones, junto con Judit en el banquete de Holofernes, dando la nota festiva, son los oficiales del gremio de pañeros de Ámsterdam los escépticos invitados que atienden al encuentro entre un reguero de Riberas y Zurbaranes. Caprichos como el prestado por la National Gallery de La Mujer Bañándose en un Arroyo de Rembrandt o las Cuatro Figuras en Escalón de Murilo por el Kimbell Art Museum de Texas brillan tanto como el impasto de la plumbonacrita de las perlas holandesas.

El discurso es sencillo: el reencuentro de grandes figuras del barroco que un día convergieron ante el aspa de borgoña y encontraron la belleza en la noche oscura. Enfrentar la jovialidad de La Callejuela (1658) de Vermeer con la vista reposada y nostálgica de La Villa Medici (1630) de Velázquez, llena de serenidad, por el bosquejo, el encuadre y la solución que ambos pintores ofrecen a una narración tímida pero certera. Delf reposa en luz clara, fresca y contundente frente al ladrillo resquebrajado que no parece sincopar la calle. La villa romana encuentra el diálogo en dos visitantes, que contiguos a una bucólica insinuación del busto de Dante rememoran la grandeza de las hazañas pasadas. La naturaleza envuelve de abandono el palacio, presidiendo los cipreses la muerte de esplendor de la villa. Dos sosiegos encontrados en tiempos distintos con matices de quietud idénticos. El contrapunto del mecenazgo es también relevante: mientras el primero no llega a firmar cuarenta obras para la burguesía con temáticas orientadas; el segundo acomoda sus lienzos desde el Real Alcázar en la riqueza y amplitud de aquellas Españas. La observación, la perspectiva y la visión ofrecida son fundamentales para sumirse en esta exposición, siendo la mirada del autorretrato de Rembrandt como el apostol Pablo una de las claves más significativas en conversación con el soslayo del Menipo de Velázquez. Experiencia y sabiduría reflectada como don de vida.

0 comentarios: