El hogar público
El mejor alcalde de Madrid, salvando las distancias con
Carlos III, dijo un día algo así como que si la casa, la vivienda personal tenía
la consideración de hogar privado, la ciudad debería tener la misma consideración
como hogar público. Y esta sentencia de D. Enrique Tierno Galván va gestando
una de las ideas fundamentales para la ciudad moderna.
Hemos evolucionado sin saberlo. En cuestión de cincuenta
años una generación bisagra ha podido experimentar cómo nacen los teléfonos y
las televisiones, el auge de los coches y de los ascensores, no tener excusado,
alcantarillado o agua corriente, que en la misma vivienda coincida también la
cuadra o la pocilga, incluso que la distribución de la casa haya surgido conforme
urgía la necesidad de hacer espacios, con el consiguiente desdibujar las calles.
No haber cubos de basura o papeleras, y por ende el surgir de carteles de no
arrojar escombros bajo multa. El encendido público existía, por la custodia del
sereno, por cuestiones de seguridad, mas lejos de ahí todo era prescindible.
Quizás dos bancos de piedra en una plaza.
La ciudad de hoy tiene una naturaleza brusca. Las mierdas de
perro desperdigadas, la ausencia de suficientes fuentes, la falta de accesibilidad
en algunos tramos. El colesterol de tráfico oprime las arterias en exceso. Hay
pérdida de oído en el paseante. Sirenas, tubos de escape, claxon y derrapes. La
prisa la marca la rueda. Existe una baja consideración hacia el ser humano
analógico que pretende lanzarse al camino con la idea sibarita de distraerse y
redescubrir el lugar en el que vive, con la esperanza de que esa ruta por lo
bonito sea lo más extensa posible.
Cuidar la calle no debe ser un gesto compasivo de la
administración. Ni tampoco ser desentendido por la población. Cada rincón es
parte de este cuerpo que habitamos y que por tanto deberíamos esmerarnos en que
sea saludable. Las fachadas ruinosas son uno de los grandes males presentes que
compromete la seguridad en la vía y la pérdida de patrimonio. Muchas veces son
naufragios sin dueño varados por el descuido y el haber normalizado que las
ruinas y escombros son parte de nuestra identidad. Lejos de eso, a día de hoy
debería haber herramientas suficientes para restablecer el estado de estas viviendas
y hacerlas útiles. Para que los barrios históricos se llenen de vecinos que
devuelvan la actividad a esas calles y esas plazas.
Guadix es una ciudad paseable. Peregrinar a la virgen de las
Angustias, callejeando Santa Ana, de su iglesia a su solana, y avanzar por la
Gloria, doblando las almenas, hasta el balcón de Peñaflor donde entre Santiago
y San Francisco las huertas son un pazo de soneto en extinción. Cruzar el
barrio latino por las Ibáñez o la Concepción, avistando como un faro el
campanario. Y escuchar. Oír las golondrinas anidar y los cuartos de las
campanas de la catedral. Reposar Santa María y su Buen Aire de balcones bajo
palio y el renacimiento abriéndose como un trago de vino al sol. Cederle el
paso a la plazuela de Villalegre y la Atahona como un cañón hacia Roma abriendo
un abanico de teatro propios de una Pompeya de arcilla. Despistar el Ferro
hacia San Miguel y saludar al Cascamorras en el compás de Santo Domingo, para
finalmente subir hacia una corona de chimeneas blancas, con el permiso de la
Magdalena, y ver Guadix. Guadix ante un mar de barrancos escarpados con su
avanzadilla de Azucarera y su Estación, por donde llevan serpenteando
los trenes un siglo, ya en tradición.
No cabe duda. Son muchas las opciones que se tienen para
dejar una ciudad a su suerte. Que siga creciendo o vaciándose como lo ha ido
haciendo hasta ahora. En cambio, en tiempos confinados, hemos podido apreciar
con mayor profundidad la importancia de nuestro entorno. La primera vez que el parque periurbano parecía Central Park. La cuestión está
servida.
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