El sueño de la razón

11:02 Fran Ibáñez Gea 0 Comments



A D. Francisco de Goya y Lucientes se le reconoce su grandeza por la vigencia de su obra. Por la capacidad de sobreponerse al estilo de su época para plasmar la agonía que le rondaba. Tuvo el acierto de retratar con la misma verdad a la familia real como a sus propios miedos. La ilustración en la que creció anteponía la razón al misticismo y devoción que consumía España en analfabetismo. Ante el abuso e insistencia de la lógica, despiertan las sombras que permanecen inherentes a la locura, que emanan de la oscuridad del alma y que visten de crueldad la realidad esquilmada. 

Comprometido como un corresponsal de guerra, empieza a empaparse del día a día de cainísmo y venganza que derrota a la humanidad. No existe misericordia entre los garrotazos. Excesos y violaciones que empobrecen. Esta rutina de desgaste moral decepciona y enferma al pintor, el cual, tres años antes de su muerte escribe una carta a su amigo Joaquín María Ferrer diciendo: "Agradézcame usted mucho estas malas letras, porque ni vista, ni pulso, ni pluma, ni tintero, todo me falta y sólo la voluntad me sobra". Es la voluntad la salvación artística de Goya, que no se pierde cuando no hay orden, sino que él sigue el dictamen de su creación. 

Goya se había envenenado con la preparación durante años del blanco albayalde con el que pintó tanto en su primera etapa. Rico en plomo, este compuesto inhalado en el proceso de majado conllevó a asentarlo en su sordera y delirio. Esto lo hizo adoptar una sensibilidad mayor, yendo más allá de lo físico, de lo carnal. Era el aura y la atmósfera. El temor y la pena. La prisión y la condena. Criticó la indolencia, la vejación con la vejez y la insultante opresión hacia las mujeres. En sus dibujos acompañó frases afiladas que punzaban en la conciencia. Ingenió pintura y literatura para hacer del arte un vehículo que pudiera hacer reflexionar a sus coetáneos. Él era la fábula, en un instante, con todas sus criaturas.

En 1815, aun habiendo pasado la depuración de Fernando VII, el rey lo jubila y lo sustituye por Vicente López. Éste revés sacudió en tormento las esperanzas de Goya por conquistar la corte, como lo había hecho con Carlos IV. Recluido en la nueva Quinta del Sordo, hace un ejercicio íntimo de pintar frescos de la propia finca por expiar o materializar sus miedos y perturbaciones. Justo a la entrada, en el recibidor, pintó a Doña Leocadia Zorrilla con mantilla, una mujer meditando enlutada sobre la muerte. Ausente, sin carácter en el rostro, pareciera un ánima que señala y augura la presencia inexcusable de la parca. Una espera fiel y constante. Un destino consciente para el maestro por su abandono y vejez para el que sólo el tiempo sería árbitro de sus últimos momentos. Cuando todo estaba hecho, las pinturas negras cobran vida. 

La segunda pintura negra es Saturno devorando a su hijo. Nace el expresionismo. Goya va más allá de toda representación. Reina el hecho, la acción. El poder ha consumido sus hijos, un mensaje político. No es algo casual. Hay una intención. Saturno con alevosía y premeditación actúa. Y todo este miedo, esta sensación amedrantada de ser castigados se ve en el resto de frescos como El Aquelarre en los que la población se reúne pavorosa enfrente del mismo mal. En cada sala del palacete existe una presencia retratada por Goya. Vigilado por sus pesadillas hasta que se exiliase a Burdeos. La razón que tanto se invocaba, idolatraba y perseguía dónde está. Dónde quedó la salvación. En la ausencia de la luz, todas las bestias impacientes salen de sus cavernas e imperan. El sueño de la razón produce monstruos. 



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