Patrimonio en extinción

11:16 Fran Ibáñez Gea 0 Comments





A tenor de lo acontecido, la fragilidad de nuestro patrimonio está expuesta a cualquier desastre. Nada es infranqueable a las inclemencias o desaciertos. La falta de rigor y medios puede ser detonante simulado de un mal presagio. Una nube de humo, polvo y ceniza anunciaba la destrucción de la catedral de Notre Dame sobre el cielo de París.

La vileza con la que parte, administrativa o civil, de nuestra sociedad responde ante la cultura, en un boicot al compromiso maquillado por la propia admiración de los monumentos, es uno de los peores males que nos gobiernan. La ignorancia vuelve a destellar con su miseria. Y ha sido, irónicamente, durante su restauración cuando las llamas tuvieron lugar. Existen los errores humanos. Un fallo lo tiene cualquiera. Pero ningún fallo es justificado en algunas y muy delicadas ocasiones. Protocolos de seguridad por simpatía con el afectado, debieron cumplirse con extrema cautela y así hoy yo no estaría escribiendo sobre esto, detonante suficiente como para hablar de la precaria atención que reciben los tesoros artísticos que la historia nos ha legado a lo ancho y largo del mundo. 

Notre Dame, brazo fuerte de Francia, vio desangrarse París en plena revolución a toque de guillotina; al Papa Pío VII consagrar como emperador a Napoleón; reyes coronados y enterrados; ser custodia de la corona de espinas de cristo y la túnica de San Luís; incluso ser hogar del jorobado más entrañable, a la sazón de Víctor Hugo (ahí, presagio de lo ocurrido, sí la salva de las llamas) Ni los nazis la doblegaron. Y hoy, en días de calma y serenidad salta la chispa en un inesperado incendio que devasta la catedral. Ante la conmoción, el mundo entero arropa y financia una íntegra reconstrucción, los millonarios abanderan la noble causa para que este mal día sea una anécdota que no atraviese el futuro. Si ese ánimo por amor al arte y a la patria no fuese a posteriori, el Sena no recogería las lágrimas de sus paisanos. Servirá de golpe de efecto para proteger con mayor ahínco las obras patrimoniales que en desuso o en desobediencia con la obligación, esta sociedad relega al olvido y confía en que lo que siempre ha estado siga estando, como si el tiempo osara en el capricho de bendecirlos.

Si el gobierno de Nasser no hubiera cumplido con su deber de proteger Abu Simbel de la subida del Nilo, pidiendo ayuda internacional, otra gran obra de la humanidad habría desaparecido. Si Brasil hubiera sido competente con su Museo Nacional, las llamas no habrían calcinado la casi totalidad de su colección. Si la ignorancia más abrupta no fuera un peligro inmediato para los que  no pueden protegerse por sí mismos, hoy, la Palmira de Zenobia no habría sido arrasada por el Estado Islámico. La cara actual del Coliseo no es casualidad, ni tampoco el desbordado quehacer por proteger el vasto número de palacetes y reliquias italianas en orfandad. En la misma cuerda penden todos estos fracasos humanos para con su patrimonio.

En tierra propia, si las Cuevas de Altamira o la Alhambra de Granada no precisaran de la atención y cuidado exquisito para su conservación, nada de eso seguiría en pie. Si el gobierno de la república, en agosto del 36, en un evidente sálvese quien pueda, no hubiera hecho una Junta de protección para el patrimonio y no hubiera empaquetado el Museo del Prado y puesto en camino de refugios más seguros, hoy España tendría menos razones para sentirse orgullosa. No sería la primera vez que Las Meninas estarían en jaque. Cuando casualmente un incendio devoró el antiguo Alcázar Real de Madrid, ellas ya estaban desalojadas. 

Berlín, Dresde, Colonia, Budapest, Guernika, Varsovia, Manila, Rótterdam, Alepo, Beirut o Bagdad han conocido el desastre de la devastación y la entera destrucción. Sus rostros sintieron la herida que anoche desangró París. No podemos dejar al azar la vida de los monumentos, no debemos permitir su deterioro ni abandono. No hay que esperar a que se incendien ocho siglos para darnos cuenta de la riqueza que perdemos. La extinción es unilateralmente la consecuencia de nuestra negligencia. Que no quede un vacío asistencial, que exista un compromiso más fructífero y una atención gubernamental con la calidad suficiente a las exigencias requeridas. Que el público general se involucre, empatice y conozca este legado. Sólo de esta manera no volverá a haber otra Notre Dame en llamas. 

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