Miradas afines
Con motivo de la celebración del segundo centenario del
Museo Nacional del Prado, la pinacoteca acoge una de las exposiciones más
esperadas, Miradas afines. Velázquez, Rembrandt y Vermeer abanderan esta
muestra que recoge algunas de las obras más valoradas en su tiempo. El arte
holandés y español se amalgaman en un todo dando un resultado que sobresale por
las similitudes estéticas y conceptuales de estos pintores.
Siendo Velázquez pintor de cámara de Felipe IV, no sobrepone
su motivación a exaltaciones patrióticas, en plena campaña de los ochenta años,
aunque la excepción recae en las Lanzas (la rendición de Breda) en una lucha de
prestigio y rivalidades dentro de la misma corte. Rembrandt, en el otro lado de
la contienda, tampoco se molesta en fomentar este espíritu bélico, siendo lo
más llamativo su afamada Ronda de Noche. En el joven Vermeer no existe
semejante insinuación, sino el apaciguamiento y la inocencia expresa en tan icónicas
escenas como La Lechera ,
La Joven de la Perla o La Encajera. La narración que
fluye por medio de las mujeres evoca un costumbrismo que margina los resquicios
de una contienda que para él queda algo lejana.
Cuando Caravaggio despierta el barroco naturalista y los
Carracci el clasicista, el eje Roma-Bolonia contagia al resto de Europa,
enterrando el manierismo enmarcado en autores como el Greco o Tiziano en España
y Miguel Ángel, Tintoretto o el Arcimboldo en Italia. Rubens, gran diplomático
entre las cortes del continente era referencia tanto para Rembrandt como para
Velázquez. La pomposidad de su estilo, acechado en el claroscuro y la ostentación
de los motivos clásicos fueron un golpe de efecto que no importunó la sencillez
y humildad que se respiran en las obras de los pintores señalados en la
exposición Miradas afines. La moda es las más extendida de las coincidencias,
destacando Frans Hals. Si los Borrachos sirven de anfitriones, junto con Judit
en el banquete de Holofernes, dando la nota festiva, son los oficiales del
gremio de pañeros de Ámsterdam los escépticos invitados que atienden al
encuentro entre un reguero de Riberas y Zurbaranes. Caprichos como el prestado
por la National Gallery
de La Mujer Bañándose
en un Arroyo de Rembrandt o las Cuatro Figuras en Escalón de Murilo por el
Kimbell Art Museum de Texas brillan tanto como el impasto de la plumbonacrita
de las perlas holandesas.
El discurso es sencillo: el reencuentro de grandes figuras
del barroco que un día convergieron ante el aspa de borgoña y encontraron la
belleza en la noche oscura. Enfrentar la jovialidad de La Callejuela (1658) de
Vermeer con la vista reposada y nostálgica de La Villa Medici (1630) de Velázquez,
llena de serenidad, por el bosquejo, el encuadre y la solución que ambos
pintores ofrecen a una narración tímida pero certera. Delf reposa en luz clara,
fresca y contundente frente al ladrillo resquebrajado que no parece sincopar la
calle. La villa romana encuentra el diálogo en dos visitantes, que contiguos a
una bucólica insinuación del busto de Dante rememoran la grandeza de las
hazañas pasadas. La naturaleza envuelve de abandono el palacio, presidiendo los
cipreses la muerte de esplendor de la villa. Dos sosiegos encontrados en
tiempos distintos con matices de quietud idénticos. El contrapunto del mecenazgo es también relevante: mientras el primero no llega a firmar cuarenta obras para la burguesía con temáticas orientadas; el segundo acomoda sus lienzos desde el Real Alcázar en la riqueza y amplitud de aquellas Españas. La observación, la
perspectiva y la visión ofrecida son fundamentales para sumirse en esta
exposición, siendo la mirada del autorretrato de Rembrandt como el apostol
Pablo una de las claves más significativas en conversación con el soslayo del Menipo
de Velázquez. Experiencia y sabiduría reflectada como don de vida.
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