Stendhal erradicado

13:45 Fran Ibáñez Gea 0 Comments




Florencia puede ser abrumadora. El poder artístico que custodia la ciudad es abusivo. La genialidad al servicio de la divinidad y viceversa han donado a la historia tesoros de incalculable estima. Siendo así, el escritor francés Stendhal, durante su primer viaje a Italia, narró en su diario la impresión que la Santa Croce le despertó así como el consiguiente malestar por tal admiración. Dicho lugar no es sitio menor, pues es el templo franciscano más grande del mundo, habiendo sido construido en tiempos del propio San Francisco. En su seno encuentran el descanso eterno figuras como Galileo, Maquiavelo o Miguel Ángel, además de aglutinar obras de un sinfín de artistas de la altura de Giotto, Bruneleschi, Giorgio Vasari, Canova, Bronzino o Donatello. Teniendo una sensibilidad significativa, se entiende que un caso como el de Stendhal, etílico por arte, se pueda padecer. 

La venida de unos años en los que la globalización tiene holgados cimientos es muy complicado que este fenómeno pueda sufrirse. Habría que encontrar el momento exacto y remoto para que dicho síndrome aconteciese. El cine, la sobreexposición y fácil acceso a reconocer las obras, la masificación, la facilidad en las comunicaciones y la neura de las redes sociales son la terapia diaria que a muchos inmuniza de padecer stendhal. Amanecer en el Louvre o en los Uffizzi es enfrentarse a guardar una fila que puede durar plácidamente horas. De pie y al sol, pendiente del mínimo avance, se crece en envilecimiento y abrupta concordia. Languideciendo, se pasan los controles y una vez allí, como niños sueltos en el recreo, la operación es la misma que la de un burguer king, kfc o mcdonalds: saciarse viendo lo que se espera ver y fotografiar como fuego a discreción. En el transcurso frustrarse por no estar en primera fila viendo un cuadro y mil manos violentas con pantallas te impidan divisar la Gioconda. El ímpetu de agilidad es un hándicap que niega la conexión a adentrarse en el nacimiento de Venus o la Primavera de Botticelli. Dejar pasar desapercibida la cabeza de Medusa de Caravaggio o el elocuente retrato ecuestre que Van Dyck hizo para el emperador Carlos V. La peor de las negligencias la sufre las bodas de Canaán de Veronés. De pasada pastan las cabras correteando entre la Consagración de Napoleón o como el resto de Jacques-Louis David y Delacroix. La encajera de Vermeer y los Rembrandt son anécdota a cartelón.

Atropellando, piaras de asiáticos y guiris profanan estos templos cuyas propias instituciones banalizan por rentabilidad. En el Museo del Prado está prohibida echar una foto. Descongestionamos así las salas y hay mayor fluidez. Las Meninas, la familia de Carlos IV y el jardín de las Delicias parecen ser las atracciones principales. Pero incluso en la concurrencia se produce el silencio. En ellas aún se respira cordialidad. Puede existir una comunión con la inmaculada de los venerables de Murillo. Con qué áurea siente el alivio la virgen siendo coronada por la santísima trinidad de Velázquez o la amistad del abrazo en las Lanzas. Con qué despreocupación juguetean las Gracias de Rubens en el corredor principal mientras el duque de Lerma cabalga y Cristo lleva a cabo el lavatorio por Tintoretto. No existe un sálvese quien pueda, porque lo primero es la dignidad de los lienzos, y el resto ya se verá. Si no se respeta el tránsito por un museo, templo del arte, de la patria y de su tiempo, si no se es consciente de que uno entra en un lugar de inspiración y pensamiento no habrá experiencia más allá a recorrer salas infinitas para después contarlo. Toda galería ha de conquistar a su público, ha de transmitirles las formas adecuadas y los modales que deben gastar como si de la visita a un lugar de divinidad se tratara.

La belleza sigue existiendo. Los museos gozan de una accesibilidad sin precedentes. Los centros de arte se preocupan de proteger las obras y de dar un servicio al público de calidad. Pero no se puede degustar como es debido un cinco jotas, cuando el paladar sólo conoce la mortadela. Si los visitantes salen acalorados y extasiados será por el largo fraude que ellos mismos han cometido de no dejarse llevar por la grandeza y majestad que los pintores ofrecen, sino por causar sensación en sus redes sociales, por gastar memoria de cámara.

La noche florentina parecía sosegar el largo día de mayo. Un paseo por las adoquinadas calles del centro nos condujo hasta la plaza de la Santa Croce. Recuerdo en mi oído a un amigo decir que él dejó una rosa en la tumba de Miguel Ángel. Nosotros descolchamos una botella de lambrusco a los pies de la basílica, y bajo la custodia del monumento a Dante celebramos la fascinación de lo que veíamos, que no era otra cosa que el arte hecho ciudad.

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