Noviembre nuestro

11:05 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

Fotografía: El Costal Accitano 

 El temprano atardecer del otoño despierta de arrebol y viste el azul intenso del cielo en este tiempo en nubes malva esclarecidas por gualda que en pinceladas suaves algodonea y lividea la luz hasta que llega la penumbra del ocaso. Entonces, con la silueta del horizonte aún encendida, las farolas serpentean de naranja la matriz urbana. A esta sinfonía siempre acompaña el olor "a pueblo", el de las chimeneas y lumbres que ahuyentan el helor de las casas. Este podría ser el retrato de un noviembre nuestro. 

En los bosques de Guadix aún quedan otros espectáculos por vivir. Ya sea en el Camarate, en su bien nombrado bosque encantado, o en el castañar de la Rosandrá, nace una segunda primavera que prende de color los suspiros del buen tiempo. Adentrarse en estos rincones salvajes del entorno es abrir una puerta hacia lo desconocido. Metamorfosea por constancia cada ápice del paisaje, presentando en cada encuentro un rostro desigual. Entonces, se llena de sus gentes, que encaminados a disfrutar de sus raíces, admiran el cobijo de sus ancestros y son junto a los árboles, unos habitantes más en esta orquesta. 

Días antes de los Santos, las calles se llenan de paseantes con flores que van y vienen. Las cementerios empiezan a brotar entre las lápidas claveles, tagetes y gladiolos. Crisantemos de todos los colores se depositan en las tumbas. Es tiempo de blanquear a los difuntos. Renovarles el apresto. Algunas son centenarias, de costumbre heredada. Otras son dolorosas y muy sentidas pérdidas por las que aún, en el silencio del alma, la pena emana y riega con dulzura las flores colocadas. Noviembre empieza sus días con profundo honor y recuerdo. Un llanto inmarcesible que cala, encendiendo vivencias, rescatando pasajes de nuestra vida con aquellos con quien pudimos compartirla y a la que homenajeamos en su sepulcral retiro. 

Este año, después del pasado de ausencia por la pandemia, llega la esperada bajada de la virgen de las Angustias a la catedral para solemnidad de su setena. El alba es quizás la más cierta luz en Guadix. De la noche se va desvelando entre los altos miradores y campanarios los primeros destellos. Aún frágil, calma las calles mansamente. Los barrancos que abovedan y sitian la ciudad empiezan a esculpirse con su vetusta enjutez. Es entonces cuando el primer domingo de noviembre redoblan las campanas anunciando a la virgen en su carrera. Silencio en lo demás. Sigue el repique de nuevo. Avanza por la Gloria, envistiendo Santiago por la Zeta. Con una petalá en Peñaflor la celebran. No hay música, no hay banda. No hay protocolo ni ristras de mantillas enlutadas. 

Por Tena Sicilia, en el cruce de Tárrago-Mateos, la calle estaba quieta. El frío enmudecía. Al llegar a la acera del Dólar, todo se transformó, descendiendo por calle Ancha un torrente, dócil marabunta, como mar de pueblo imbuía. La imagen en volandas, Guadix horquillero de su madre era, que sin pereza ni lamento aguardaba paciente la madrugada para que la Señora y su Hijo, lleguen arropados bajo un cielo descubierto. Despierto en los primeros destellos y ver a la luna recién nacida, asomarse desde su cuna, y rezarle a él un Padrenuestro y a ella un Ave María. La virgen derramaba su gracia con dolor a manos-llenas, bendiciendo cada paso dado de sus romeros junto a ella. 

Así es un noviembre nuestro. Atardeceres tempranos, lumbres en guardia y una primavera que se incendia. No es casualidad que esta sea una tierra de alfareros. Donde pareciera esculpirse durante este tiempo como aquella santa ciudad de Belén, entre las almenas de su alcazaba y las luces de sus cuevas. San Torcuato obró en poner aquí la primera cruz de España, para que entre ángeles Dios pudiera bajar del cielo y sentirse como en el día de su nacimiento: en su casa. 

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