Nueva york tenía algo





Hay viajes y viajes. Los continentales se convierten en domésticos. Salir por la cómoda Europa es alargar España unos metros más. La Unión ha conseguido familiarizar culturas tan distintas y en la historia tan rivales, que cualquier guerra episódica de los anales parece anecdótica. La bisagra que da a nuestro tiempo ha cerrado de un portazo todos los dimes y diretes que los nacionalismos coreaban. Existe una fraternidad real entre todos nosotros. La Liga mediterránea conforma los miembros más abiertos y sociales. Son los hermanos pequeños y consentidos donde todos ponen su atención. Los de arriba, los polares son como los hermanos mayores. Algo más siesos y responsables. Y en medio, de los bálticos a los Alpes los medianos, que buscan su sitio, acostumbrados a llamar la atención con pataletas. Luego está la Europa del Este, como unos tíos divorciados que durante el matrimonio se modificaron tanto que ahora a la vejez se hacen los modernos. 

Todo es cuestión de entenderse. Caminar por Estocolmo no es ningún exotismo. La globalización ya se ha encargado de cubrir con la misma pátina cada rincón del mundo para que no se sienta ningún ciudadano ajeno. El mismo croma suele atemperar las aristas. Están los No-Lugares muy extendidos. Posiblemente sea ese el camino al que nos hemos adentrado sin la intuición de que vamos dejando un reguero de identidad que se desprende de nosotros mismos. ¿Qué queda de auténtico? Me preguntaba yo. Quizás la artesanía. Lo que se ha hecho con conocimientos y manos locales para un lugar local en un entorno local con sus tradiciones locales. En cocina, el ramen y el poke se han puesto los primeros de cualquier parte. Lo que era insólito ahora es cotidiano. Una cotidianeidad que tampoco ni necesariamente concuerda con la opinión pública. Es menor el producto ingerido que la atracción del cartelón luminoso sobre la calle. 

Pero de pronto estaba en Nueva York. Los vintage dicen que ya nada es lo que era, pero en aquel es en el que yo me encontraba no me parecía despreciable. Es impensable cómo mientras la globalización, el mercantilismo y la radicalización de los no-lugares van arrasando avenidas principales de capitales europeas, Nueva York seguía enhiesta, ensordecedora y camuflada encallando nubes. De Nueva Jersey a Brooklyn, la isla de Manhattan era un hervidero donde el gran pulmón, Central Park, orillaba el sosiego que la ciudad también habita. Hay de todo, porque de todo tiene que haber. Sus calles, espejos de cine, convierten al viandante en un protagonista acólito que busca su propia aventura. El amanecer sobre el East River; lo neoyorkino sobre el puente de Manhattan, el escaparate sobre el puente de Brooklyn; las estalactitas del metro; los grandes templos del arte; el desayuno en el SoHo; el bullente Little Italy y el desperezarse de ChinaTown; los gansos y los barquitos a la salida del MET; la Frick; el Empire State como un faro soberano; el Rockefeller center... todo es magnánimo.  

Pero como todo lo que tiene que ver con un teatrillo en papel maché, la mugre debajo de la alfombra es abundante. Los jirones de la decadencia se encienden tras los destellos. Simplemente han conseguido que la miseria tenga otra tonalidad. Que las ratas se sintonicen con las ardillas. Roedores son, al fin y al cabo. Nadie mira a nadie. Entonces un español entra al MoMA y ve Las señoritas de Avignon, o al MET y aprecia el desguazado castillo de Vélez Blanco, y se siente como en casa. Mientras otros hacen patria con cada Starbucks, aquí los peninsulares leemos Murillo, Velázquez o Rivera en algún cartelito y no requerimos de más para sentirnos anchos como Castilla. Se podría decir que el arte y la artesanía son las huellas de la identidad colectiva, pero en un panorama tan hostil, tan necio y destructivo, habrá que buscar lo que uno es en la templanza. 

El precio de la pena

 


Años antes de que el covid fuera sustantivo común, mientras paseaba con un amigo por la Castellana, íbamos conversando sobre algo cuando de repente se paró en seco y dijo: "por caridad entró la peste". Seguidamente deslizó una ligera sonrisa de su asumido ingenio y echó a andar. Sin embargo, yo me quedé pegado al suelo, procesando el eco que me reverberaba seriamente por las sienes. Quién iba a decir, que desde la frivolidad que nos gobierna así es: algunas veces las calamidades se cuelan cuando la compasión aflora. 

Lejos de los derroteros por donde ya la lectura parece precipitarse, viraré esta barca hacia otro horizonte, que era, para buena verdad, mi puerto de destino. Romantizar el pasado al baño maría, con sus cucharadas de abierta nostalgia, con el devaneo de la infusa gracia que abraza todo tiempo añejo, es un refugio o celda, según se mire. Porque quedar preso en algo ya habitado no deja de ser una carcelita más de nuestras limitaciones. Si tuviéramos que debatirnos en un punto de inflexión entre el pasado o el futuro, aquellos que no le guardan ningún rencor a su infancia tirarían derechos a volver a nacer. Yo también lo haría. ¿Qué tiene el pasado para querer conquistarlo nuevamente? La respuesta se resume en los seres celestiales que hicieron cambio de guardia en la tierra. Lo irrecuperable. ¿Y qué nos queda de aquello? La costumbre, una receta, unas palabras en el recuerdo, la energía imantada a las estancias y objetos que pertenecieron otrora a otros dueños. Porque hemos vivido el pasado, no cabe incertidumbre de que si volviéramos a él nos sería una segunda oportunidad donde hacer bien las cosas. 

Y es que al futuro no se nos educa. ¿La escuela? Eso es presente. Los niños hablan de sí mismos cuando eran pequeños, porque escuchan de los padres que ellos incluso vivieron un tiempo en el que eran aún más pequeños. "Cuando sea mayor" es una utopía descarnada y díscola que se va disipando conforme crecen hasta llegar a no definirse por nada. Van apagando su color. "Cuando seáis mayores" se dice impunemente, empaquetando el futuro en un tiempo que nadie se imagina, porque sus consecuencias serán devastadoras. ¿Aniñamos a los niños? ¿Los encapsulamos en formol para que no envejezca a la siguiente generación? ¿Es adrede? El único futuro que se programa es el de las vacaciones. ¿Por qué no asistimos a los años venideros con la misma fortuna con la que buscamos pasar unos días fuera? ¿Por qué no construimos allí? ¿O aquí? Por esa caridad hacia el pasado, por la añoranza, es posible que estemos desviviendo lo que por derecho nos queda pendiente. 

Y así, año por año, vamos aglutinando recuerdos sin saber que todo es pasado. Hace media hora. Hace un minuto. Mientras estabas leyendo esto mismamente. Ya forma parte de tu recuerdo. Está todo asegurado. ¿Cuándo ha sido la última vez que hiciste algo nuevo por primera vez? Hasta un limonero, si se lo propone, puede echar naranjas. Y luego viene el Quijote, asestando una lanzada de verdad: "El pasado es historia, el futuro un misterio. Pero el hoy, Sancho, amigo mío, es un regalo y por eso lo llaman presente". ¿Seremos capaces de no afear la luz del sol que cada día, desinteresadamente, nos alumbra?. Remata Machado en la retaguardia: "Estos días azules, y este sol de la infancia". 

Hoy soy Fernán Caballero

La ideología amordaza el arte. Se pretende amputar todo aquello que queda al margen de las nuevas olas y tendencias. Se ha hecho siempre. Para quienes dictan las reglas de la difusión y la cancelación, las puertas se abren a perfiles que sólo cumplen con agradar al nuevo régimen. No importa el contenido. La mediocridad se ha extendido por las librerías. Ejemplares por temáticas se esparcen como vacas pastando en un prado: todas iguales, todas a lo mismo, todas a lo suyo. Es literatura panfletaria, rumiante, con una idea en secuencia y con una carencia en la originalidad. ¿Cuántos “Orlandos” como el de Virginia Woolf salen hoy? ¿Quién ha vuelto a escribir un discurso contra el racismo más brillante que “Matar a un ruiseñor”?

¿Es esta la democracia que queremos? Buscando una editorial para mi proyecto literario, topé con una que sentenció “publicamos escritura de mujeres”. Fui rechazado por ser hombre. Básicamente. Al instante, me convertí en Cecilia von Faber, en Mary Ann Evans. Honestamente, es una justicia poética. Quieren repetir la historia cambiando a las víctimas ¿Es ese el punto al que queremos llegar? ¿Es el feminismo, malentendido, un verdadero machismo que perpetra la desigualdad? ¿Tengo que cambiarme el nombre o el género como hicieron Fernán Caballero o George Eliot para acomodar al titiritero, en el ya encañonado siglo XXI?

Se busca la rivalidad. Un halo de debilidad que pueda frenar el ingenio. El claro ejemplo lo anota Picasso. Se obvia su pintura para resaltar su (mala) relación con las mujeres. Se refugian en anotar un riel de asuntos personales, ajenos a la obra, por domarlos y hacer que su creatividad pague con pleitesía a este mundo toscamente avenido y rudo de estampas y fantasmas. Mi cita con Picasso está en los museos, no en Tinder. 

Oscar Wilde acudió a una subasta en Londres en marzo de 1885. En ella participaban todo tipo de obras de arte y mobiliario, pero especialmente captó la atención de muchos curiosos que abarrotaron la sala esperando la salida de un lote concreto. Se trataba de las cartas que John Keats había escrito a su amada hacía más de sesenta años. Una gran mayoría empezó a pujar como perros broncos, azuzados por un primitivo instinto de ser parte material, como si se tratase de un triángulo amoroso póstumo, entre los dos amantes fallecidos y el comprador. Wilde, horrorizado por lo que vio, decidió escribir el poema “En la venta en subasta de las cartas de amor de Keats”, la cual comparó con los soldados romanos que lanzaron dados para repartirse las prendas de Cristo, sin tener consciencia de lo que hacían ni de quién era realmente aquel hombre moribundo en el Gólgota.

De alguna forma, esta mercantilización provoca una corrupción en las artes. ¿De qué sirve la exhibición, la morbosidad, el atrio incendiado de ladradores que exigen, como propio, formar parte de algo que no les corresponde, que no respetan ni entienden? 543 libras y 17 chelines fue el precio por conseguir tener el papel escrito de un poeta agónico. Hoy la ignorancia también campa. Con descaro impone su criterio. Asume formar parte y procura participar en el arte o en la literatura. Las exposiciones en galerías tienen sesgo. Hay editoriales que etiquetan y lanzan a sus escritores sin importarles su obra. Discriminan y marginan a quienes crean sin la tentativa de doblegarse a sus pormenorizadas banalidades. Donde pudo ser sublime, no albergó más que un tufo anodino. 

I think they love not Art

Who break the crystal of a poet's heart

Those small and sickly eyes may glare or gloat.

[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta /para deleite de ojos ruines y enfermizos.]

El final de las tres manolas

 

El hermanamiento entre mujeres es un rasgo bastante continuado e íntimo, por qué no decirlo, en el teatro de Federico García Lorca. Esta voluntad o necesidad es habitada desde Marianita Pineda -con las religiosas novicias de Santa María Egipcíaca- hasta Doña Rosita la soltera, la casa de Bernarda Alba y finalmente los truncados Sueños de mi Prima Aurelia. Pero es en Doña Rosita donde estacionaremos para observar detenidamente este comportamiento mayestático, de tanta honra y misericordia.

En este drama contemplamos varios grupos en tríada de mujeres jóvenes que van danzando por el escenario, con unos intereses gobernados por las ansias de conseguir matrimonio y la frustración de entonces, y consecuentemente, por obtenerlo. Las Ayolas, concretamente, se exponen a pasar necesidad, optando por invertir las pocas rentas que quedan de una economía frágil (viuda la madre, huérfanas las hijas) por seguir sentándose en una silla del paseo del salón para no escatimar en candidatos que puedan verlas y seducirlas. Contra ellas, se sitúan las Escarpini, rivales en el mismo objetivo: conseguir un marido. Y todo este senado da reunión en la casa de Doña Rosita (también huérfana, pues son sus tíos y el ama la que la crían; y en el tercer acto con la muerte del tío, arruinada la familia).

Pero entre devaneos, sueños y esperanzas están las tres manolas, alter ego de Rosita. Las famosas manolas de la calle Elvira que cruzan la Plaza Nueva para subir por el bosque de la Alhambra, las tres (o cuatro, incluyendo a Rosita) solas. Estas flamenquísimas señoritas forman imperio de libertad: disfrutan su juventud, no conocen problema alguno que las sitie o las atormente. Ellas son la Granada feliz. Porque a las manolas se las ve subir, pero nunca se sabe cuándo pueden bajar, y ahí está el verdadero interés.

ROSITA: (saliendo con risas) ¡Hasta luego!
TÍA: ¿Quién te acompaña?
ROSITA: (Asomando la cabeza) Voy con las manolas

Esta es una de las pocas veces que Rosita ríe, y con qué razón. Entonces ya estaba comprometida con su primo, el que luego la abandona a su suerte de soltera en la época, y ve truncado su futuro de formar una familia en un nuevo hogar. Esas tres manolas de su mocedad, conforme avanza la obra, quedan relegadas como el recuerdo de un tiempo remoto para Rosita. Entonces, viene el oleaje de las Escarpini y las Ayolas que ponen sobre la mesa el verdadero conflicto entre las mujeres jóvenes de la época: el casamiento. Las esperanzas de Rosita se van apagando, aunque siempre quede una llama encendida, residual, fósil: las ascuillas de una gran hoguera en la que sobrevive un hilillo de humo. Ante aquel abandono aparecen nuevamente las manolas. Ellas ya no son ellas, sino lo que queda de ellas en el recuerdo de Rosita y cómo un muchacho, hijo de una de ellas, le relata.

De las tres, la madre del muchacho murió. Una segunda, “la casada”, tiene cuatro hijos y vive en Barcelona. La tercera, no se nombra directamente, simplemente en una anécdota, cuando en carnavales el niño se pone un traje de su madre que había en el armario, su tía se puso a llorar porque le recordaba vivamente a su difunta hermana. En consiguiente, se deducen varios datos interesantes.

MUCHACHO: Pues bajaba yo muerto de risa con el vejestorio puesto, llenando todo el pasillo de la casa de olor de alcanfor, y de pronto mi tía se puso a llorar amargamente porque decía que era exactamente igual que ver a mi madre. Yo me impresioné, como es natural, y dejé el traje y el antifaz sobre mi cama.

Que el sobrino y la tía viven en la misma casa; que la madre haya tenido un desarrollo oculto trágico en cuanto a este asunto (haya tenido al hijo sin un marido oficial, haya muerto de sobreparto en función de la clandestinidad con la que haya tenido que tenerlo; incluso que siga viva, pero haya tenido que irse de la escena granadina y familiar para escapar de la situación opresiva que se cernía sobre ella). Y es que, en una sola frase, Lorca ya anticipa la vida de cada una de ellas desde un primer momento:

MANOLA 1.  (Entrando y cerrando la sombrilla.) ¡Ay!
MANOLA 2. (Igual.) ¡Ay, qué fresquito!
MANOLA 3. (Igual.) ¡Ay!
ROSITA. (Igual.) ¿Para quién son los suspiros de mis tres lindas manolas?
MANOLA 1. Para nadie.
MAMOLA 2. Para el viento.
MAMOLA 3. Para un galán que me ronda.

La Manola 1 sería la soltera que queda en escena y se conoce como la tía del muchacho. La Manola 2 podría ser la supuesta madre difunta, que no tuviera un pretendiente concreto y quisiera vivir su juventud sin escatimar en el órdago de las convicciones morales. Y la Manola 3 sería la tía casada con cuatro hijos que emigró. Como alter ego, las tres reflejan los posibles destinos a los que se habría podido enfrentar Rosita, que a la vista queda por cuál terminó por escoger. Aparece una fábula de soslayo, sin pretensiones. La breve visita del muchacho confirma el paso del tiempo y las consecuencias de las decisiones. Mientras tanto, empieza a llover para alivio de Rosita, y sale de aquel lugar del que, de algún modo, habitó las esperanzas de otra vida.

La verdadera Bernarda

 

Todo el mundo conoce a Bernarda. Agria, villana y dictadora. Es un perro guardián que no resta sueño al órdago que inflige sobre sus hijas. Posiblemente sea uno de los personajes femeninos más conocidos de la literatura española junto con la Celestina. Y desde 1499 a 1936 dista un trecho. Bernarda Alba es ejemplo de tiranía, de despótica conducta, de tradición traicionera que espanta al que la practica y somete como a un reo. Mas lejos del fortín en el que se convirtió esa casa ante las tablas de Federico, habría que revisitar la obra para reparar en que la matriarca, tras las tinieblas de su largo luto, era más mártir que verdugo, y objetar sobre las canutas que allí padecieron. 

Doña Frasquita Alba Sierra es, en efecto, el timón de este buque insignia. Fue vecina de los García Lorca en Fuentevaqueros y son muchos los elementos de la vida real que allí acontecieron que Federico pasó al teatro: el segundo marido, Pepico el de Roma, alguna de las hijas, la casa edificada a la perfección sobre el diálogo, y algunas de las circunstancias personales que esbozaban el carácter de aquellos paisanos. De alguna forma, y no muy enrevesada, el poeta y los Alba eran familia: estas cosas que pasan inequívocamente en los pueblos. Francisco e Isabel García Lorca citan a Frasquita, cada cual y bajo sus recuerdos, en sendas memorias. Incluso el final de sus días, ya que murió estando Federico en vida -22 de julio de 1924-, por lo que si hubiera querido escribir su historia al completo nada haría falta fabular. 

De ella se decía que no era desagradable, sino "muy femenina y nada estirada". Si bien es cierto que algún que otro comentario al parecer soltaba para tener la conversación controlada. Como buena latifundista y muchos labriegos a jornal, seguramente tenía amplio conocimiento de lo que pasaba en cada casa, como de su casa tenía conocimiento la tía de Federico, Matilde, que era vecina y tenían un pozo en medianería, por donde se filtraban los ecos de lo que ocurría intramuros. 

En el texto, refiriéndome al personaje y no a la persona, hay varias confesiones y confidencias sobre el pasado de Bernarda. Prudencia, la única amiga que va de visita a la casa y Bernarda agasaja para que continúe, pues le es agradable su persona y gusta de su compañía, habla sobre su marido: "ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral", a lo que Bernarda responde: "es un verdadero hombre". Este aprecio no es algo casual si consideramos que la propia matriarca es terrateniente, viuda de dos maridos y asegurada de conflictos hereditarios a los que no se hace alusión, salvo por algún comentario de desprecio a sus cuñadas ("Esta ha salido a sus tías") Además, es Poncia la que a poco de empezar la obra avisa "Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a entrar las gentes bajo estos techos. Ella no  quiere que la vean en su dominio". Continúa preguntando por su hija y el conflicto que tiene con Prudencia, a lo que replica: "una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en enemiga". Esta frase no se enfrenta con Adela, Angustias, Amelia, Magdalena o Martirio, pues de ninguna manera y ante nadie ella hablaría mal de su propia casta. Ella está hablando de sí misma. ¿Qué compromiso o sacrificio adquirió Bernarda como hija y llevó a cabo? ¿Posiblemente sus dos matrimonios pactados, que la convirtieron en latifundista? ¿Algún amor de juventud abandonado a expensas de su porvenir? 

Bernarda orbita entre tres generaciones. Por un lado su madre, María Josefa, que a pesar de su estado mental, ella la confiesa mujer fuerte, como a su vez lo era su abuela (de donde se aprecia la inspiración o los pasos seguidos en la conducta de Bernarda) y le sirve de espejo donde reflejarse ("aunque mi madre esté loca, yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago"); por otra, la Poncia, que es la suya propia; y en última instancia, sus hijas. Esta dinastía tiene una comandante, que ha dado orden de guardar luto de su marido, respeto a su recuerdo y a su caudal. Que nadie diga que no se lo quería. Que nadie dé a entender que Bernarda es una aprovechada. ¿Puede sentir la amenaza Bernarda que sufrió la Zapatera cuando quedó sola? En ninguna obra teatral de Lorca una mujer se levanta como villana. Todo lo contrario, el hombre es el tabú que irrumpe y trae la tragedia. En Yerma es el hijo proyectado en Juan ("¡Yo misma he matado a mi hijo"!), en Bodas es Leonardo, en Rosita el primo, en la Zapatera el Zapatero, en Marianita Pineda es Fernando, y en Bernarda es Pepe el Romano. Bernarda intenta con medidas severas someter a sus hijas para no quebrar la fortuna. En cambio no lo consigue, y es a Pepe al que dispara y maldice -no a sus hijas, ni a Poncia, ni a su madre-.

Finalmente, La Casa de Bernarda Alba podría considerarse una obra inacabada. El texto está terminado, pero no pudo subir a escena por el asesinato de Federico. Este hecho es clave, pues era en el teatro donde Lorca continuaba moldeando y dando las últimas pinceladas al texto y sus personajes. Esta etapa podría extenderse años incluso. Está claro que la Bernarda del texto tenía que ser un contrafuerte que pudiera servir para exponer al resto; una amenaza que avivara los sentimientos internos en el silencio de la casa. Si Bernarda hubiera sido más tibia, a priori no habría habido obra. Pero una vez contemplados esos matices, podría llegar la hora de desinflar la robustez con la que la acorazó. Quedaba pulirla. Bernarda de alguna forma está ausente en la obra, por eso es el personaje que necesita ser tallado. Cuando aparece es como si hubiera estado postergada en la lejanía y hubiera que explicarle la situación -en el papel de Poncia-. ¿No se suponía que era un vigilante, un guardia? Sólo existe un ambiente privado en el que conocerla, una escena que desvela al público la verdad de su bondad, de su preocupación, de sus miedos. En boca de Poncia: "Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas; muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega". 

Bernarda destaca pues, en aquel panorama, por sus anticuadas formas de imponerse. Fue así como creció y en lo que confió. Era el mundo que entendía. El que sobrevivió. Una mirada necesaria a un siglo de ausencia, y otro tanto de inmortalidad. 


La aguja del pajar


 A veces nos sorprende el gusto de la lectura. Poder guarecernos en un momento de reposo, en un recodo de intimidad para pasear la vista entre páginas que se acompasan, en desliz de dedos en telar, a un galope que bulle por parsimonia. La maestría de darse tiempo y sentido. Y así, poco a poco blindar el refugio donde las interferencias son más escasas e ineficientes. Donde los mensajes dejan de ser exigidos al instante y las prisas perecen. Entonces se acude a la cita. Y se disfruta. 

Entre las fuentes de maná de letras siempre cabe huronear entre las librerías de segunda mano, donde quedan los despojos de las casas vacías, de los estantes de estudiantes que dejaron de serlo. A modo de jaulas, en régimen penitenciario se encuentran expósitos amontonados estos libros tan locuaces. Postreras enciclopedias lucidas, imberbes diccionarios y guías de viaje. Fuimos mapas en la carretera, tomos alfabéticos, la cuerdecita de la biblia que quedó fosilizada señalando el evangelio de Mateo. Y también hay libros de cocina, y crucigramas hechos, y cuentos infantiles con los bordes descuajaringados con algunas páginas garabateadas en trazos densos de cera azul. Así pues, hay de todo. De todo lo que nadie quiere. Vertederos de la oportunidad, por si nostálgicos en diógenes todavía adquirieran para museo doméstico aquellos libros en lote del barco de vapor. 

A las puertas del desánimo, siempre sobresalen, como las teclas negras de un piano, los clásicos: quijotes por doquier, la celestina en decenas de ediciones distintas o el Sí de Moratín. Algo más internacional: moby dick, el alquimista -de Cohelo-, el rey Lear. Encontrar la aguja en el pajar. Y todos ellos bien vestiditos en estanterías con etiquetas. Sin que nadie los sepa más. Porque las librerías de segunda mano corren el riesgo de ser un termómetro de la mediocridad de la ciudad donde se encuentran. Es un escaparate del intelecto común, de lo que familias en generaciones se han molestado en leer alguna vez, por riguroso imperativo escolar. Ahí yacen, englotonando descarados el lugar de algún esperanzador lector que en merecida epopeya sesta la batalla por devolverle dignidad a tantos refugiados. Jamás una sociedad culta podría permitir, ni por equivocación, un aparcamiento de libros con tan mal gusto como la nuestra. Y sin embargo, todavía se puede comprar Bodas de Sangre por dos euros. 

El Guadix de Emmanuel Bibesco


En nuestra guía de visitantes ilustres, el siglo XX en Guadix se estrena con Emmanuel Bibesco (1877-1917). Encontré entre las colecciones del parisino Musee d'Orsay fotografías personales que Bibesco hizo en su gira por Andalucía. Entre ellas cabe destacar las relacionadas con nuestra ciudad fechadas en 1901. El Guadix que encuentra Bibesco es el de las reformas urbanísticas realizadas a finales del siglo XIX, entre las que se encuentran el ensanche de la plaza de la catedral, con la demolición y expropiación de las casas que ocupaban dicho lugar; o la creación de la calle nueva (actual Mira de Amescua) que conectaba el centro con la carretera de Almería. Así como el avance de permitir llegar a la ciudad por medio del ferrocarril, lo que facilitó y dotó de comodidad el acercamiento a la hoya. 

Aquel no era un Guadix cualquiera, pues aún vivían y pasaban por sus calles personajes de un inolvidable talante que legaron su recuerdo entre el sabor y saber popular. Entre ellos destaca un ya mayor D. José Requena Espinar, fundador de El Accitano y gran pensador, republicano y comprometido con las causas sociales; un joven padre Pedro Poveda, a las puertas de empezar tan encomiable labor educativa en las cuevas; e incluso la Señá Frasquita (cuya foto-retrato con el resto de empleados de la Confitería tomada por Chavarino es de 1901 también). 

Sobre las imágenes que este visitante, hermano de un príncipe rumano y amigo de Proust, nos dejó en su gira por la región, podemos apreciarlo sentado con bombín y brazos entrecruzados, a su espalda la ermita de San Sebastián, a orillas del río; despidiendo a algunos amigos en diligencia en la plaza de la estación de ferrocarriles; y las tomadas desde la misma por los caminos cercanos (panorámica de Purullena, hasta llegar al entorno de la venta del Molinillo). Cabe destacar la vivacidad y la espontaneidad de las imágenes que tomó, haciendo del instante un compañero más, sin alarde de poses profundas o encorsetadas. Y sin embargo, la modernidad aún se subía en mula.