Hoy soy Fernán Caballero
La ideología amordaza el arte. Se pretende amputar todo aquello que queda al margen de las nuevas olas y tendencias. Se ha hecho siempre. Para quienes dictan las reglas de la difusión y la cancelación, las puertas se abren a perfiles que sólo cumplen con agradar al nuevo régimen. No importa el contenido. La mediocridad se ha extendido por las librerías. Ejemplares por temáticas se esparcen como vacas pastando en un prado: todas iguales, todas a lo mismo, todas a lo suyo. Es literatura panfletaria, rumiante, con una idea en secuencia y con una carencia en la originalidad. ¿Cuántos “Orlandos” como el de Virginia Woolf salen hoy? ¿Quién ha vuelto a escribir un discurso contra el racismo más brillante que “Matar a un ruiseñor”?
¿Es esta la democracia que queremos? Buscando una editorial
para mi proyecto literario, topé con una que sentenció “publicamos escritura de
mujeres”. Fui rechazado por ser hombre. Básicamente. Al instante, me convertí en Cecilia von Faber, en Mary Ann Evans. Honestamente, es una justicia poética.
Quieren repetir la historia cambiando a las víctimas ¿Es ese el punto al que
queremos llegar? ¿Es el feminismo, malentendido, un verdadero machismo que perpetra
la desigualdad? ¿Tengo que cambiarme el nombre o el género como hicieron Fernán
Caballero o George Eliot para acomodar al titiritero, en el ya encañonado siglo XXI?
Se busca la rivalidad. Un halo de debilidad que pueda frenar el ingenio. El claro ejemplo lo anota Picasso. Se obvia su pintura para resaltar su (mala) relación con las mujeres. Se refugian en anotar un riel de
asuntos personales, ajenos a la obra, por domarlos y hacer que su creatividad
pague con pleitesía a este mundo toscamente avenido y rudo de estampas y fantasmas.
Mi cita con Picasso está en los museos, no en Tinder.
Oscar Wilde acudió a una subasta en Londres en marzo de 1885. En ella participaban todo tipo de obras de arte y mobiliario, pero especialmente captó la atención de muchos curiosos que abarrotaron la sala esperando la salida de un lote concreto. Se trataba de las cartas que John Keats había escrito a su amada hacía más de sesenta años. Una gran mayoría empezó a pujar como perros broncos, azuzados por un primitivo instinto de ser parte material, como si se tratase de un triángulo amoroso póstumo, entre los dos amantes fallecidos y el comprador. Wilde, horrorizado por lo que vio, decidió escribir el poema “En la venta en subasta de las cartas de amor de Keats”, la cual comparó con los soldados romanos que lanzaron dados para repartirse las prendas de Cristo, sin tener consciencia de lo que hacían ni de quién era realmente aquel hombre moribundo en el Gólgota.
De alguna forma, esta mercantilización provoca una corrupción en las artes. ¿De qué sirve la exhibición, la morbosidad, el atrio incendiado de ladradores que exigen, como propio, formar parte de algo que no les corresponde, que no respetan ni entienden? 543 libras y 17 chelines fue el precio por conseguir tener el papel escrito de un poeta agónico. Hoy la ignorancia también campa. Con descaro impone su criterio. Asume formar parte y procura participar en el arte o en la literatura. Las exposiciones en galerías tienen sesgo. Hay editoriales que etiquetan y lanzan a sus escritores sin importarles su obra. Discriminan y marginan a quienes crean sin la tentativa de doblegarse a sus pormenorizadas banalidades. Donde pudo ser sublime, no albergó más que un tufo anodino.
I think they love not Art
Who break the crystal of a poet's heart
Those small and sickly eyes may glare or gloat.
[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta /para deleite de ojos ruines y enfermizos.]