Bruselas fue mi ciudad preludio. En ella empezó todo.
Viajé al corazón de Europa para ver a Ángela, y allí descubrí que vivía en una cajita de porcelana de antaño, que cuando la abres ves que la bailarina con cuerda se ha ido. No es una capital monumental. Todo es demasiado nuevo para que la evasión brote. En la mente no nace un Londres, un Viena o un París. Juega una liga distinta y sin embargo tiene un elemento muy enriquecedor que es la clave para vivir un Bruselas pleno: lo bruseluá.
Caminar por el parque del Cincuentenario y rodearte de jovialidad y multiculturalidad. Ajenos al ego europeo, las sedes e instituciones de la Unión Europea no podrían haberse situado en lugar mejor. Recuerdo en una misma conversación había dos italianas, una iraní, dos turcos, tres alemanes, dos españoles y una griega. Más que el comienzo de un chiste era una realidad. Todos por igual, ni una voz, ni un idioma por encima de otro. Eso es lo que realmente hace grande a Bruselas, su capacidad de adopción, su entusiasmo por recibir y aprender de otros.
Si queréis viajar con sensatez alejaos del Manneken Pis. La ridiculez del turista se asocia a la estampa que se ve cuando todos se agolpan con cámaras y se apegan a la reja para ser fotografiados junto con el niño meón. Qué ordinariez. En cambio es obligatorio ir a la gofrería que hay justo enfrente y degustar el sabor y olor de Bruselas, que como os podréis dar cuenta su dulzor inunda el ambiente y le añade amabilidad al paseo por sus calles. Además, una(s) cerveza(s) en Delirio no está(n) demás. La estrecha calle del elefante rosa acoge a los borrachos con curriculum de todo el mundo. ¿Frites? para eso ya tenemos Burguer King.

Florencia es uno de los lugares donde el tiempo es un capricho que se impone a la eternidad.
Recuerdo visitar el Thyssen y fijarme en un cuadro que me resultaba de lo más familiar. Yo había estado allí. Sin lugar a dudas. Giuseppe Zocchi en 1741 había estampado en lienzo una de las vistas que más me cautivaron de la capital Toscana: El Arno en el puente Santa Trinita. Aun habiendo pasado los siglos, la ciudad impecablemente pareciera haber esquivado el peso de la historia, como los barcos que huyen de la emboscada de la tormenta, y sobreviven con su luz y su belleza intactas. Y si había un elemento de aquel cuadro que atrajese todos mis sentidos, como en aquel momento también lo hizo, en vivo y en directo, fue el Arno. Un río lleno de sabiduría. Pareciera que naufragasen en sí las coplas que Jorge Manrique dedicó a la muerte de su padre. Todo rezumaba poesía. Absolutamente todo quería sobresalir por su estética. Y es que Florencia es una de las capitales del arte.
No cabe duda cuando uno traspasa la galería de la Academia y al fondo, en su pedestal, sin atisbo ni insinuación de molestia, posa para su público el David de Miguel Ángel. Altivo, inmaculado, gallardo, arrogante y derrochando por imperativo una complacencia visual que a todos embriaga. No hay más. No caben palabras en la boca en su presencia. Es el rey. Fijarte en las venas de su mano, en los tonos de su marmórea piel, en el gesto de su rostro. Sobresaliente. Sobrehumano. Él escapa a la polución de la piara de turistas que lo emborronan todo, que lo pisotean, que lo corrompen. El arte se corresponde con un respeto y una admiración litúrgica. Los sentidos hacen una reverencia cuando se postran ante tales espectáculos influidos por lo divino y celestial.
No fue esa la sensación que percibí en la galería de los Uffizi, el Museo del Prado de Florencia. La inocencia y magnanimidad de Boticelli habían sido enturbiados por los allí presentes. La fragilidad de la Venus naciente o la Primavera no son capaces de hacer frente a la falta de misericordia de los turistas que anegan sus salas, que las abarrotan y las envilecen. Algo que sí, por desconocimiento o porque llegué a las ocho de la mañana, sí queda intacto en la capilla de los Medici, un lugar soberbio y majestuoso donde reposan los restos mortales de los ilustres y artífices que abrieron las puertas al arte en Florencia. De la misma manera que no hay lugar más sagrado en la ciudad que la Santa Croce, donde duermen para la eternidad Galileo Galilei, Maquiavelo y Miguel Ángel.
La cúpula de Brunelleschi es el sello que cierra el esplendor de Florencia. Vista desde cualquier punto de la ciudad, la bóveda es la firme soberana que protege todos los escondites florentinos. En un pulso con el palazzo Vechio, rugen su potestad y vigilan el sueño inquebrantable, que si por el día es carcomido en sus calles por un sinfín de visitantes, es en la noche, en el silencio de la madrugada, cuando el Arno y las estatuas toman la palabra.
España es una Nación de Ilustres
Su personalidad, su trayectoria, su peso en la historia, la han nombrado durante siglos potencia e imperio. Un pueblo comprometido en el orgullo patrio, que avivada la humildad de su pobreza, gastaron arte para quitar el hambre, pues no faltaba el sol, el tabaco y el vino desde el más pobre hasta el más rico. Una España coronada de mantilla, incensada en sentencia y místicas devotas amarras que unían este pedacito de tierra con lo más divino del cielo. Esa era España, un galeón aventurero que siendo castellano o madrileño emprendieron empresa en los océanos.
Por todo ello, es en el siglo XIX cuando se hacen varias propuestas para crear un lugar sagrado a la patria, un lugar donde rendir homenaje a todos los caídos Ilustres que tanta luz dieron al nombre de España. En el primer proyecto, la Real Academia de la Historia hizo un listado en el que se incluían a Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Quevedo, Góngora, Velázquez, Jorge Juan, Don Pelayo, el Cid, el conde de Campomanes, Floridablanca o Francisco de Goya. Pero el pasado se apropió de todos ellos y los custodió para que el presente no los alzara. Es por eso por lo que, ante la falta de insignes, el proyecto fue modificado, y en un edificio neobizantino, se creó el Panteón de Hombres Ilustres, acogiendo los restos de Cánovas del Castillo, Sagasta, Canalejas, Eduardo Dato, Ríos Rosas, Mendizábal, Argüelles, Martínez de la Rosa o el marqués del Duero
La muerte de alguno de ellos causó conmoción en la opinión pública de la época, ya que siendo Presidentes del Consejo de Ministros del Gobierno de Su Majestad El Rey Alfonso XIII, fueron asesinados por atentados anarquistas. La grandeza de estas personalidades es brindada por la maestría de Mariano Benlliure, cuyos mausoleos impresionan por la delicadeza en la que en este espacio el trance está presente. El tiempo parece haber cerrado la puerta a este monumento. Sólo Prim y el General Castaños han mudado la piel, volviendo a descansar en el origen de sus raíces.
PANTEÓN DE HOMBRES ILUSTRES
C/ Julián Gayarre 3