Aquella mañana

9:40 Fran Ibáñez Gea 0 Comments


 Aquella callada mañana, enmudecida quedó Granada tras el tiro a Federico. Qué madrugada tan corta y qué día tan largo embestía. Como un relámpago que atizara la negrura, el sol de pronto, aprisa por primera vez, baleó su luz sobre la ciudad deslomando a las alimañas que aún estaban con el fusil y el cigarro regocijándose de haber matado al poeta. Sus rostros cicatrizados por la barbarie no debieron ser nunca los mismos. Se ha escrito mucho sobre aquel verano de la guerra. Buen ejemplo de ello es la recopilación de correspondencia de los Rodríguez-Acosta que Manuel Titos ofrece en su Verano del 36 en Granada. Y más aún sobre las últimas horas y la milimetrada meticulosidad del finamiento de Lorca. Ante esto, ya está Gibson para beber de la barra libre que se ha formado del chiringuito del asesinato. 

Pero poco se ha dicho sobre el día posterior. Si el sol pudo levantarse aquella mañana, no tuvo fuerza para brillar un verano. Pues la propia gente, en su ruin mezquindad, alfombró de sombras las calles y plazas, siendo decoro del cainismo que se había orquestado. De esto da buena fe Agustín Penón, el hombre que se presentó en Granada en pleno franquismo para poder hacer de corresponsal del mundo e ir a aquel agujero infecto y cínico que supuraba como el cadáver de Federico. A los que no se habían ido de la ciudad ni habían muerto, a ellos se acercó tirando del hilo de la amistad reverencial que el alzamiento y la represión no habían destruido sobre el cerco de conocidos, convivientes y allegados que tropezaron o intercambiaron palabras con Federiquito. Desde luego ese pulmón de recuerdos yacía en Fuentevaqueros, donde aún había vivas manos que lo sostuvieron en la niñez y compartieron el eco mutuo de sus carcajadas. 

Emilia Llanos fue de las primeras en conocer la noticia en Granada. Un amigo llegó a casa para avisarle de que las "Escuadras Negras" lo habían apresado y matado de madrugada. Como una paloma voló de seguida al carmen de Falla, según le había prometido a doña Vicenta Lorca. En su puerta, en la Plaza Nueva, se encontró con González Mendez y Pérez Roda, recién alistados en los "Españoles Patriotas" y hacían guardia en la puerta de la Chancillería. Ellos mismos también le confirmaron el suceso, y rota de dolor una vez más se fue directa por la cuesta Gomérez, a casa del compositor, con la esperanza deshojada de pensar que aún se podría hacer algo por salvar a Federico, que todo era una broma pesada más en aquel aire desmoralizador. Como el tercer cantar del gallo, de camino vio a Gallego Burín que volvió a confirmarle la noticia. Éste le advirtió de que no subiera a ver a Falla y no lo comprometiera ("No vayas. No lo metamos en esto")

Por su parte, el popular y enjuto músico se presentó en Gobernación exigiendo tener noticias de Federico y saber su paradero. Allí le dijeron que como volviera a preguntar por él o se pasara por allí tendría graves problemas. Don Manuel de Falla entristecido y acongojado por siempre se autoconfinó en su carmen de la Alta Antequeruela y al término de la guerra, una vez ganaron las tropas franquistas, se exilió a Argentina donde murió. Quienes también sufrieron la condena fueron los Rosales, la familia que había tenido al poeta en su casa para protegerlo de los asaltos. Una cuantiosa multa cayó sobre ellos, y peor aún el escarnio público al que serían sometidos por la sociedad granadina. Juan Luis Trescastro fue uno de tantos de los que intentaron ponerse los galones de haber matado al poeta. No fue el caso, pero sí que después de haber acometido los fusilamientos aquella madrugada fueron al Café Fútbol de la Plaza Mariana Pineda a celebrarlo. Recién salpicada la sangre de Federico sobre la tierra, enfriándose dentro de sí. 

¿Y los García Lorca? En Granada quedaban su hermana Conchita, viuda ya de Fernández Montesinos, y sus padres. Éstos últimos dejaron la Huerta de San Vicente para irse con su hija y los nietos a la calle San Antón y acompañarlos en el duelo. Aquella mañana se presentó alguien en la casa con una nota. Según dice Paco el chófer, que había llegado instantes antes para atender a la familia y llevarle prensa y tabaco, Don Federico estaba jugando a las cartas un solitario y Doña Vicenta abrió la puerta. El extraño traía una nota que le acercó a su marido. El papel decía "Papá, entrega al dador dos mil pesetas". El padre mandó dárselas creyendo que habían refugiado a Federico y mandado al otro lado del frente para que estuviera a salvo. Los padres quedaron consolados. Lejos de eso, Paco el chófer sabía que aquello era un mal presagio. El extraño de la puerta era conocido como El Panaero, el más sanguinario miembro de las Escuadras Negras: "al verlo se me encogió el corazón". Así lo anotó Penón: 

-          Hola Paco -le dijo el Panaero. El chófer asustado le contestó en voz baja, y en ese momento salió doña Vicenta con los billetes en la mano y al verlos hablar se le iluminó la cara y les preguntó:

-          ¿Es que conocen ustedes a Paco?

-          Sí que le conozco… -contestó El Panaero 

 -       ¡Qué bien! -dijo doña Vicenta-. Así si mi hijo necesitara algo más ya no tienen ni que molestarse en venir hasta aquí. Como Paco está siempre en la calle, le dan el recado y él nos lo dirá.

Hasta pasado un mes, Vicenta no supo del final de su hijo. Su hermana Isabel insistía en no creer la muerte, que Federico estaba vivo. A finales del verano fueron confirmándose las sospechas de aquel secreto a voces. Así fueron enterándose poco a poco sus amigos, Rafael Alberti y María Teresa León, Margarita Xirgu, Pura Ucelay, Carlos Morla, Lolita Membrives, Rafaelito de León y su Juanito Ramírez de Lucas. Una torre de naipes deshecha en un suspiro. 

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