La solución duerme

10:11 Fran Ibáñez Gea 0 Comments



El Preámbulo 

Después de haber vivido durante unos cuantos años en Madrid decidí regresar durante un tiempo al pueblo del que había salido. Fui plenamente consciente del cambio drástico de rutina al que me enfrentaba. Madrid era mi pasión. Allí el tiempo no lo marcaba ni el sol ni el calendario. La agitación y el bullicio se palpaba. Las calles llenas de gente, de voces, colores y estilos diferentes. Música y luz por todas partes. Cualquier rato libre podía encontrar su alternativa. Para más inri, vivía en la glorieta del emperador Carlos V, la rotonda de la estación de Atocha. Una arteria en la que encontrar fácilmente el camino a cualquier parte. 

Asomar por el parque del Retiro era una atracción en la que fichaban asistencia todos los posibles perfiles que cabían en un sitio así: ancianos echando pan a las palomas, ciclistas, corredores, los que hacían yoga entre el estanque y la estatua de Ramón y Cajal. También muchos turistas, curiosos, familias, amantes entre matorrales. Dueños y perros, picnics sobre el césped. Un paseo en barca, unas castañas. La casa de Vacas, el palacio de Cristal y el pabellón de Velázquez-Bosco. La rosaleda y los pavos reales en Cecilio Rodríguez. Títeres e influencers. Famosos de televisión y desconocidos de atrezzo. Extranjeros y vecinos. La feria del libro o el Florida donde Lola Flores dejó el pendiente que no quiso perder. Un pulmón verde con mucha historia desde el que poder despedir el atardecer a los pies del ecuestre Alfonso XII. El Retiro era un ejemplo de Madrid. Un sin-parar. El mejor sin-vivir.

Después de eso podías quedar a comer en el griego de Lavapiés, un tardeo por la Latina (y como sea domingo una vuelta por el rastro y la Plaza Mayor). Por la tarde a Tribunal y si hace buen tiempo cualquier skybar de Gran Vía. Al Casa Corona antes de cenar por Serrano o Chamberí. Terminar paseando por el Palacio Real de noche, la acera del Arenal y la Puerta del Sol. Hablando de las nuevas exposiciones que tiene el Museo del Prado. De la última película de Almodóvar o cualquier vieja gloria de la movida que suena. Hablar del colega que nunca está porque trabaja en Deloitte o de lo baratos que te han salido los vuelos a Viena. La modernidad de Malasaña y que los pakis te abastezcan en la dos de mayo. La libertad de Chueca, un barracón donde el siglo xxi ronda sin complejos. Echamos la última en el barrio de las letras. Pasamos por el Congreso, por el Palace. El Prado descansa de rebaños. Espera, una llamada de última hora, antes de que cierre el metro tira para Moncloa que ha venido un amigo de un amigo que nos cuela en Uñas Chung-Lee. Y vuelta a empezar. 

Y cojo, y me vuelvo. Mis amigos casi me ponen en los telediarios. Las cenas que hacíamos litúrgicamente cada jueves. Las fiestas clandestinas y las que no nos perdíamos cada domingo. Lo que no inventaba uno lo hacía otro. A una la cogen para un videoclip de Guitarricadelafuente y otra para un capítulo en Netflix, a otra la llaman de reportera en los premios de Vanity Fair, el que trabaja en el Atlético de Madrid, el Youtuber y el que desfila para Palomo Spain. El que se sabe cada palmo del jardín del Bosco. En fin, formamos un gran equipo y una pintoresca familia. En cambio decidí dejar aquello y apostar por esto. Por el pueblo que me nació y me crió. La primera cosa que hice fue dar de alta el Internet. 


El Hecho

A pesar de todo ello, de la vitalidad y el derroche, de sentirte vivo y tener la percepción de que cualquier cosa podía ser posible, de que mortales e inmortales bebían de la misma copa, me dije que me cogía el siguiente tren. 

Aquel verano de los primeros días de exilio tuve la fortuna de que todo mi Madrid peregrinara hasta Guadix a pasar unos días en mi nueva realidad. Con ellos, lo que siempre había sido mi monótona 'ciudad' tenía otro color. No es el sitio, es la gente. Cuando viviendo aún en la capital hacíamos excursiones por Buitrago de Lozoya, Tarancón, Patones, Cuenca, etc todo nos parecía maravilloso. Nuestra actitud de disfrutar del sitio, de hacerlo nuestro, de quitarnos la camiseta para tomar el sol, de echar mil fotos y de ir cantando. De tomar un tentempié en cualquier parte. En Madrid cuando hacía bueno todos los jardines se llenaban de gente, todo recuadro de césped era útil para sentarse. Casi había que pedir la vez. En Guadix, como ejemplo de la España vacía y profunda, parecía que estaba mal visto ver a alguien así, como si no tuviera casa o algo que hacer. Aquí el césped sólo vale para que caguen los perros. 

La gente parece mucho más sufrida, devastada, cansada. Sin ánimo. Esperan el fin de semana para ir a un centro comercial a comprar. La monotonía los ha arroyado a todos y la costumbre es ley. Su ritmo vital es exactamente el del reloj. Deseando salir de trabajar para acostarse. El domingo, con suerte, podrás ver a un par de ciclistas por la calle. Tranquilo es todo demás. Y eso que pasa aquí pasa en el 80% de este país que se siente vacío. Que está en coma. Es un mal que se ha ido apoderando, aunque la gente diga que quiere su tierra pero no saben hacerlo de la forma correcta. Tienen otras dinámicas. Otras prioridades. La esperanza existe, porque se ve que hay personas que apuestan por comprometerse, por innovar, que se niegan a desaparecer. Y aunque sea un importante aliciente, los escépticos son muchos y miran con recelo las apuestas. Algo habrá que hacer.


La solución 

Madrid tampoco es un camino de rosas. La contaminación era un problema bastante gordo. El móvil te alertaba de que no salieras a hacer deporte porque había grandes cantidades de partículas nocivas en el ambiente, a pesar de los proyectos de Manuela Carmena por solucionarlo. La mafia de los alquileres era otro atraco. Carísimos y en condiciones ruinosas. Rezabas por encontrar algo digno que tuviera una ventana y que si era más de un cuarto piso, con suerte, hubiera ascensor. Siempre compartiendo claro. Y esa tónica económica era la que dinamitaba el sueldo. Madrid tenía de todo, pero ni punto de comparación con salir por Granada de tapas. En una cena se te iban dos de los azules. Coger el metro a hora punta tampoco es que fuera una delicia. Y aunque los tiempos estaban controlados, ya suponías que tenías que salir cuarenta minutos antes para llegar a algún sitio. Las distancias eran caprichosas. 

Nada de esos problemas existen aquí. Ni contaminación, ni especulación, ni distancias largas. Por eso cuando ellos vinieron a verme se sintieron encantados. Una ciudad bonita, estética, con historia. Donde se podía respirar aire puro y salir a tomar algo era una sorpresa grata para el bolsillo. Copas a cinco euros. Café a uno veinte. Todo a un paso ¿Y si nos buscamos nosotros un piso por aquí? se preguntaron entre bromas. Y es que si estos enclaves que hoy se sienten abandonados supieran hacerse atractivos, serían las ciudades las que emigrarían a los pueblos. Al encuentro de una calidad de vida accesible. Lo están deseando realmente. Ser de Madrid es un tanto penoso sino tienes un pueblo al que escaparte para desconectar. 

La España vacía tiene la solución al problema que presenta este siglo. Si las pequeñas localidades están dispuestas a dejar a un lado su rancia y reprimida moral y abraza las sanas tendencias del feminismo o la libertad sexual, si se proponen no mirar mal al que destaca y deciden vivir más alegremente la vida, por lo menos intentarlo, las inversiones llegarán. En la mayoría de los casos no es el sitio el que tiene la culpa de su abandono, son las comunidades que habitan en él las que tienen un trato complicado. Ahora que lo online nos pone al servicio del mundo, que todo es ecofriendly, que el medio ambiente ha de estar de moda por imperativo vital y que cualquier cuestión que empodere la sostenibilidad en la rutina es una obligación, las migraciones a lo rural serán, una breve, cuestión de tiempo. La revolución está por llegar. 





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