Oriente: el día más oscuro

12:42 Fran Ibáñez Gea 0 Comments

Todos los nacidos en poblaciones de mestizaje cultural, donde la sabiduría y la belleza se impusieron en un extenso legado vibrando en el paso de las generaciones y de las civilizaciones, tienen más poder de verdad que los que rechazaron echar raíces en un campo donde no hubiera más flores con pétalos diferentes que a los que ellos lucían. Por eso, ciudades como Granada, bastión nazarita del último reino musulmán en la península, pueden lucir con orgullo la genética que los siglos les han hilvanado. La Alhambra, ciudad palatina, corona y queda en el rumor de sus albercas soberana de un tiempo donde los poemas del Corán eran grabados en escayola por sus patios y sus salas. Mas frente y compañía en la grandeza le hace la catedral renacentista más grande del mundo. Sepulcro de los Reyes Católicos quienes dispusieron que en el paraíso era buen lugar para descansar eternamente. Habiendo podido elegir ciudades católicas como Burgos, Valladolid o Segovia, donde la paz encontrarían asegurada envueltos y protegidos por la cristiandad, dejaron a la ciudad, por excelencia musulmana, ser la guardiana de su mortalidad. Un término sin afrenta. Es por ello, ante esta cultura que emanan las calles, lo que hace que se desprecie o ni la atención capte noticias islamófobas y racistas. 

Teniendo esto en cuenta, avistamos por costumbre que las noticias alientan a un desdén hacia Oriente Medio. Ellos parece que no investigan la vacuna contra el cáncer, ni les interesa la carrera espacial. Se pueden contar con una mano los premios nobel que han recibido. Sólo se dedican a lapidar a personas, tener a sus mujeres tapadas de pies a cabeza y a masacrarse entre unos y otros. Una sociedad que ebulle en el terror. Una región regada con la sangre de sus gentes. Desde Turquía a la India es la única publicidad que se les da. Bárbaros cuya vileza nos ha anestesiado el dolor de ver sufrir al prójimo. Lejos queda aquel Bagdad romántico que citaba en sus novelas Agatha Christie o el lujo de los shá persas que tanto encandilaba al glamour de occidente. Así, junto episodios traumáticos a extramuros como el 11S, es razonable que sociedades como Estados Unidos, sin contacto más allá del tira y afloja, tengan una conducta tan ignorante y chovinista. Ellos, cuyos fundadores, mucho antes de que George Washington existiera, eran un puñado de puritanos que Inglaterra había arrojado al vacío de los mares para que domaran a  putas, ladrones y delincuentes expatriados de la neblina británica. En definitiva, el germen poblacional de las primeras colonias fue la escoria social más sustancial de aquel tiempo. Un vecindario sin autoridad moral para mirar por encima del hombro a nadie. Y hoy, si no fuese por Hollywood y Harvard, Apple y Google, el MIT y la NASA, poco honor les quedaría. Insuficiente para una sociedad crítica que siente como desgarradora la historia reciente compartida con los nativos americanos, con la esclavitud y el apartheid, con el neocolonialismo. América nunca ha convivido con Oriente, pero siempre ha deseado su poder. 



Arabia, cuya riqueza es anhelada por todos, es consciente de su soberanía y su fuerza. Muchas son las amenazas y las garras deseantes de destriparla. Después de la segunda guerra mundial, con la desocupación de países como Gran Bretaña o Francia de la región, era palpable una voluntad de restaurar la convivencia. Desde los sucesos de Orán, el fundamentalismo era un enemigo del imperialismo occidental que a la población árabe no le hacía falta. Su cura era sencillamente ser y estar. La seducción comunista por un lado y la conquista americana, bajo el recuerdo de la europea, por otro, hicieron tambalear los pilares de un pueblo que buscó en sus raíces la estabilidad. Sin lugar a dudas en sus raíces más oscuras. Empezaron por derrocar a reyes con tronos milenarios. Los nuevos cambios desafiaban a las viejas autoridades. un Alá impostor se coló como ley. El ayatolá Jomeini en Irán inició la era de tinieblas en la que hoy todavía se sume Oriente Medio. La primavera árabe arrojó una luz esperanzadora, que aun frustrada será el germen para que las nuevas generaciones, el día que busquen la salvación de sus naciones, cojan impulso en la aventura de sus abuelos. Nadie hará nada por ellos, salvo ellos mismos. 

Pero sin lugar a dudas, si algo cambió el rumbo de la historia fue el 20 de noviembre de 1979. Si nuestros días están aborrecidos del terrorismo, si el ISIS ha sembrado el mal con consecutivos crímenes de lesa humanidad, si nuestros telediarios se encienden plagados de guerras y bombas en Siria, Gaza o Iraq, si el burka existe y la sharia restringe libertad a los musulmanes es por lo que pasó aquel día. Un amplio grupo de fundamentalistas asaltaron el lugar más sagrado del mundo musulmán: La Gran Mezquita de la Meca. Un hecho que puso en entredicho el Islam y presumió de golpe de Estado a la dinastía Saudita, protectores de los santos lugares. Soberanos que apellidaron una nación bajo su nombre. Los asaltantes alegaban la ilegalidad de la dinastía Al Saud y la corrupción del clero musulmán. Algo inaudito y muy temible. Arabia es un lugar estratégico donde debe reinar la concordia, para bien del mundo. Una preocupación que se extendió al Kremlin, la Casa Blanca y un recién estrenado Parlamento Europeo. Todos ellos, aun pudiendo sacar partido de la debilidad del jaque supuesto, fueron cautelosos. El asalto a la Meca supuso un desafío sin precedentes en el país con una difícil resolución. Los rehenes se contaban por miles. Los minares de la mezquita estaban ocupados por francotiradores. Convirtieron el lugar de oración en una fortaleza infranqueable. Mientras el gobierno de Arabia no se pronunciaba en comunicado oficial para no diagnosticar esta puñalada en el orgullo, el ayatolá iraní especulaba con los presuntos artífices alentando el odio a Estados Unidos. Algunas embajadas y consulados fueron atacadas en la región, resultando muertos parte del personal diplomático. A su vez, la defensa que pudiera hacer occidente para desvincularse no sirvió de mucho, teniendo en cuenta su historial, y la rencilla abierta tras la crisis del petróleo de 1973. 

Casi cuatro días tardó el gobierno saudita en devolver el ataque. Lo que llevó a cabo el consenso para dar luz verde por necesidad a que los tanques entrasen en la mezquita. Se empezó a evacuar el lugar desde las plantas más altas. Los fundamentalistas se guarecieron en la parte baja. Ya no quedaban rehenes. Arabia Saudí solicitó a Francia material para poder capturar a los terroristas, ya que el uso de las armas no está bien visto bajo suelo sagrado, tanto en los lugares donde se predica la voz de Mahoma, como donde se toma el cuerpo y la sangre de Cristo. La administración de Valéry Giscard en misión secreta mandó trescientos kilos de gas mostaza que sirvió para liberar la Gran Mezquita sin mayor violencia. Todo acabó el 4 de diciembre. Una factura que había cobrado 244 muertos y que todavía quedaría por ejecutar por decapitación a los 68 insurgentes capturados en varias ciudades del país, para mostrar la justicia que se hacía. Los Al Saud tomaron cuenta de ello y se implementó una aplicación más estricta del código islámico. No podría volverse a repetir un suceso así, ni manchar el orgullo y honor de una familia que se autoproclamaba iluminada de Alá. Y mucho menos por occidentalizada o libertaria. Ahí comenzó la propagación del terrorismo, como herramienta exportada para tener a rajatabla una región regada de pólvora donde todo son mechas. Penas severas se sucedían. La censura se imponía. Altas restricciones apresaban las libertades de su gente. Toda medida de control era poca. La paranoia era un gigante en aquel episodio traumático. La luz que oriente siempre había andamiado se apagó. Aquel duro golpe aún tiene su eco en nuestros días. Treinta años después los fantasmas siguen vivos. 


Fran Ibáñez Gea

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