Madrid

11:51 Fran Ibáñez Gea 0 Comments






Ahí está, ahí está viendo pasar el tiempo: la puerta de Alcalá. 

Después de pasar la ruta 66 española, la carretera insaciablemente recta que atraviesa la Mancha, llegué a Madrid. Una capital de la que me habían hablado muchas cosas, y ninguna de ellas se ponía de acuerdo, así que decidí descubrirla por mí mismo. 
Recuerdo que todo era de libro. Todo lo había leído. Todo lo había mirado. El retiro parecía fantasía. Hasta que el golpe de realidad me llegó cuando deambulando en la plácida y temprana noche giré la cabeza y ahí estaba, al fondo, la puerta de Alcalá. Era la misma sensación que tuve cuando vi por primera vez la Alhambra iluminada. Ahora sí, estaba en Madrid. 
Pero para alguien del sur, era todo demasiado objetivo y marcado. Su gente, en parte, estaba desangelada. Cada uno a lo suyo. Con finas eses y paso sereno. Muecas tristes y charla escueta. Un cateto suelto en la urbe al que en un par de días la nariz se le hizo al olor pestilente del metro. Madrid, aun siendo sólo edificios altos y algunas calvas de arboladas era una ciudad maravillosa donde se puede encontrar perfectamente de todo. Fue grato topar con esa parte castiza de la ciudad en la Latina, en su rastro y en su gente, en el Madriz de z. Lo que me pude divertir en Chueca. Un pulmón de risas y gatos pardos. Me quedé con ganas de más. De todo. De Madrid. De descubrir. De ver más arreboles desde el templo de Debod. De ir de Carlos III a Carlos III y tiro porque me toca como en la oca. De emborracharme de arte con sus museos y de contagiarme de ese sentido cosmopolita que sólo corre en las venas de las grandes ciudades.



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