Nueva york tenía algo
Hay viajes y viajes. Los continentales se convierten en domésticos. Salir por la cómoda Europa es alargar España unos metros más. La Unión ha conseguido familiarizar culturas tan distintas y en la historia tan rivales, que cualquier guerra episódica de los anales parece anecdótica. La bisagra que da a nuestro tiempo ha cerrado de un portazo todos los dimes y diretes que los nacionalismos coreaban. Existe una fraternidad real entre todos nosotros. La Liga mediterránea conforma los miembros más abiertos y sociales. Son los hermanos pequeños y consentidos donde todos ponen su atención. Los de arriba, los polares son como los hermanos mayores. Algo más siesos y responsables. Y en medio, de los bálticos a los Alpes los medianos, que buscan su sitio, acostumbrados a llamar la atención con pataletas. Luego está la Europa del Este, como unos tíos divorciados que durante el matrimonio se modificaron tanto que ahora a la vejez se hacen los modernos.
Todo es cuestión de entenderse. Caminar por Estocolmo no es ningún exotismo. La globalización ya se ha encargado de cubrir con la misma pátina cada rincón del mundo para que no se sienta ningún ciudadano ajeno. El mismo croma suele atemperar las aristas. Están los No-Lugares muy extendidos. Posiblemente sea ese el camino al que nos hemos adentrado sin la intuición de que vamos dejando un reguero de identidad que se desprende de nosotros mismos. ¿Qué queda de auténtico? Me preguntaba yo. Quizás la artesanía. Lo que se ha hecho con conocimientos y manos locales para un lugar local en un entorno local con sus tradiciones locales. En cocina, el ramen y el poke se han puesto los primeros de cualquier parte. Lo que era insólito ahora es cotidiano. Una cotidianeidad que tampoco ni necesariamente concuerda con la opinión pública. Es menor el producto ingerido que la atracción del cartelón luminoso sobre la calle.
Pero de pronto estaba en Nueva York. Los vintage dicen que ya nada es lo que era, pero en aquel es en el que yo me encontraba no me parecía despreciable. Es impensable cómo mientras la globalización, el mercantilismo y la radicalización de los no-lugares van arrasando avenidas principales de capitales europeas, Nueva York seguía enhiesta, ensordecedora y camuflada encallando nubes. De Nueva Jersey a Brooklyn, la isla de Manhattan era un hervidero donde el gran pulmón, Central Park, orillaba el sosiego que la ciudad también habita. Hay de todo, porque de todo tiene que haber. Sus calles, espejos de cine, convierten al viandante en un protagonista acólito que busca su propia aventura. El amanecer sobre el East River; lo neoyorkino sobre el puente de Manhattan, el escaparate sobre el puente de Brooklyn; las estalactitas del metro; los grandes templos del arte; el desayuno en el SoHo; el bullente Little Italy y el desperezarse de ChinaTown; los gansos y los barquitos a la salida del MET; la Frick; el Empire State como un faro soberano; el Rockefeller center... todo es magnánimo.
Pero como todo lo que tiene que ver con un teatrillo en papel maché, la mugre debajo de la alfombra es abundante. Los jirones de la decadencia se encienden tras los destellos. Simplemente han conseguido que la miseria tenga otra tonalidad. Que las ratas se sintonicen con las ardillas. Roedores son, al fin y al cabo. Nadie mira a nadie. Entonces un español entra al MoMA y ve Las señoritas de Avignon, o al MET y aprecia el desguazado castillo de Vélez Blanco, y se siente como en casa. Mientras otros hacen patria con cada Starbucks, aquí los peninsulares leemos Murillo, Velázquez o Rivera en algún cartelito y no requerimos de más para sentirnos anchos como Castilla. Se podría decir que el arte y la artesanía son las huellas de la identidad colectiva, pero en un panorama tan hostil, tan necio y destructivo, habrá que buscar lo que uno es en la templanza.
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