Bandos y martirios
La memoria histórica se ha convertido en una justicia
poética. Los que tenemos la vista puesta en la historia como maestra a la que
consultar nuestro presente, no nos cabe duda de lo reveladora que es cuando asalta
la duda y la confusión generada por quienes vierten sus emociones en nostalgias
encaladas.
La guerra civil española parece ser la madre de todas las
guerras batidas entre hermanos. Una espada atravesada entre el pecho y la
espalda que borbota la sangre ardiente en un reguero de acequia por los campos
de España. Y un sol hirviendo los putrefactos cadáveres apilados en cunetas al
abrigo de hierbajos desordenados.
Así prendieron en ambos bandos, a cada cual más inocente, pero,
en cualquier caso, todos hijos de un mismo padre, esposados a la idea de un
país más libre y más decente. De esta manera apresaron a José Antonio en Alicante
y lo mataron, más si cabe con la oportunidad brindada de haberse podido salvar
a cambio de un puñado de hombres republicanos. En el otro bando arrestaron a
Federico, que sin juicio ni trato que lo absolviera, fue
fusilado en el albor de la madrugada, sin que diera tiempo a que sus amigos falangistas
pudieran salvarlo.
Después llegó la posguerra. Las reglas eran claras como el
agua. España era un país de vencedores y vencidos, y su tratamiento sería el
que le correspondiera. Aquellos que venían de los cuarteles acuartelaron el país
y lo hicieron a su imagen y semejanza. Una libertad contra las armas. Federico yacía anónimo aún, en alguna fosa
junto con otros que custodiarían una bala en sus entrañas para siempre. Quisieron censurarlo,
restarle fuerza a un torrente implacable. Sus lectores, sus amigos y familia,
todo el mundo supo del guernika del arte que fue su asesinato. Una vela
encendida en cada verso pronunciado, pues si murió de noche en la plenitud de un
campo desnudo de amapolas fue para que lo bañaran de gloria las estrellas.
De José Antonio, sus amigos y seguidores de camisa azul rescataron su
cadáver. Una procesión a pie llevó el sepulcro de su líder por los caminos de
Castilla hasta llegar a Madrid. Cincuenta días de travesía y peregrinaje para
rendir honor al fundador de Falange. Lo enterraron en el Real Monasterio de San
Lorenzo de El Escorial, en la misma cripta donde reposan los restos de los
Reyes de España. Allí estuvo José Antonio, hasta que fue construido otro
faraónico monumento, la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos a
modo de altar titánico, al que fueron trasladados los restos, donde descansan
hoy, y donde fue sepultado con honores décadas después el que se negó a salvar a uno y el que
mandó asesinar al otro.
Dos hombres que corrieron la desgracia de la guerra. Con la
ancha diferencia que mientras para uno, durante cuarenta años se infundó la idea de héroe y mártir patrio a Primo de Rivera, para otro, en paradero
desconocido, una corona de flores es colocada en un barranco en agosto, a la
suerte de que en alguna parte, bajo aquella tierra árida y seca de retamas, se
diera el sueño eterno de García Lorca. La justicia no exige de olvidos, en ella va por delante la memoria.
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