El Sorolla escandinavo
Joaquín Sorolla y Bastida es uno de los grandes maestros
pintores que ha dado la escuela española. Su nombre es sinónimo de calidad, de
luz, de compromiso. El estudio que persiguió toda su vida por seguir creciendo,
el derroche de amor por encontrar la verdad en el lienzo, por hallar la
pincelada y el color que se acercaran a la expresión de lo que sus ojos sentían
lo hicieron sublime. Era un traductor de emociones. Por su voluntad de
conocer más allá, de estar en contacto con lo que en otras partes del mundo se
había descubierto y acercarlo a su paleta para experimentar nociones nuevas.
Joaquín Sorolla es valenciano. No abandona jamás su Valencia
natal. La lleva consigo a donde quiera que viaja. El mediterráneo es su sello
de identidad. Los desnudos infantiles, las escenas de barcas y mujeres en la
playa son inconfundibles. Mas estos son sólo la forma, el recipiente. Encuentra en estos motivos la fidelidad a la humildad, la serenidad o la misericordia. Pero mucho recurrido tuvo que andar para desvelar ese
misterio que había sido parte de él desde siempre. A esa cara de reflejos
vibrantes en el mar existe también un Sorolla de interior. Imprime el gélido
aire que se mece entre las calles de Granada en invierno; asoma el sol por los
patios de la
Alhambra. Persigue la estela de Mariano Fortuny. Y continúa en
el contraste de retratar los campos y montes castellanos.
Un año después de casarse con Clotilde viaja a Italia pensionado. Corre el año 1889 y París celebra en una Exposición
Universal el centenario de la revolución francesa. Es invitado a ella por su
amigo Gil Moreno. Se da entonces el contacto crucial que avivaría en él la admiración hacia los
pintores daneses. Los escandinavos Kroyer, Zorn y Edelfert capitaneaban la gran
exposición. Sus nombres corrían como la pólvora. Irreverentes y auténticos, rompieron
las líneas establecidas para adentrarse en el estudio de la luz o en el
compromiso social con largas pinceladas. Sorolla despertó en aquel instante
para ser Sorolla. El continuo contacto que guardaron en las sucesivas
exposiciones así como las visitas que recibió de Zorn en su casa de Madrid
estrechó los lazos que el arte había creado. Ellos fueron sus referentes y sus
maestros. El mar del Norte, la orilla de Skagen, había predicho las estampas
que el maestro español apuntalaría en Valencia y Biarritz.
Pintar al aire libre era otra singularidad que lo dominaba. Aunque
Velázquez le había sido de inspiración, el profundo entendimiento le viene
también desde Dinamarca quienes habían captado la magia del sevillano y la
sensibilidad que desprendía en sus lienzos. Aun así, la mala iluminación y los
viejos barnices no dejaban expandir los brillos originales de las pinturas que
colgaban en el Museo del Prado (las Meninas no son restauradas hasta 1984, Las Hilanderas en 1986 o La Fragua de Vulcano en 2001). De ahí que fuera sabia la decisión de pintar con la misma
referencia de la naturaleza. No hay intermediarios. Son las pupilas de Sorolla
el carrete continuo que filma la brillantez instantánea en las olas y en la
espuma acariciando la arena. Exprime el sol de mediodía. Todo pareciera en aquel sentir abril o mayo. Ser la primavera de esplendor y gozo la que envuelve a Alfonso XIII en los jardines de la Granja de San Ildefonso (1907) o los tantos retratos al aire libre de Clotilde. Jugueteando entre los claros vestidos de lino o en
la tostada piel de los chiquillos. Simpatía que también tiene su espejo en el Báltico.
Las exposiciones universales son sus clases magistrales.
Gana el Grand Prix en 1900 por Triste Herencia, una combinación de impresionismo
y realismo. Del mar y de la costumbre. De su compromiso social y del mar
sempiterno que vela por custodiar el pensamiento y sentimiento aportado por el
artista en cada lienzo. Su universalidad es notable. Sorolla no quiere
reducirse ni limitarse. Sorolla quiere trascender, y lo hace. Trasciende. Encontró
la verdad que buscaba en la luz. Supo identificarla y dotarla de gran humildad
y honor. Vistió de gloria la pobreza. Hizo elegante la miseria.
La fundación Masaveu, la Hispanic Society
de Nueva York y el Museo Sorolla de Madrid son algunos de los grandes templos custodios
que atesoran gran parte de la prolífera colección del pintor
valenciano. Peregrinar por estos centros de arte es un dulce camino por el que
entender la complejidad y la constante superación que legó al mundo Joaquín
Sorolla y Bastida, quien mira a su mar y a su gente con un recuerdo eterno a los pintores que le trajeron la luz para que él mismo brillara.
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